Curiosidades que esconde Parque Lezama

En 1894, la viuda de Gregorio de Lezama decidió vender la preciada quinta de su marido con la condición de que sea utilizada como un paseo público. 130 años después, el parque sigue siendo uno de los grandes atractivos de la ciudad, cargado de mitos y curiosidades.

“He vuelto a aquel banco del Parque Lezama, lo mismo que entonces se oye la noche, la sorda sirena de un barco lejano. Mis ojos nublados te buscan en vano. Después de diez años he vuelto aquí solo, soñando aquel tiempo, oyendo aquel barco. Mis penas vencieron. El tiempo y la lluvia, el viento y la muerte, ya todo llevaron”, escribió Ernesto Sábato en Sobre héroes y tumbas, novela ambientada en el famoso paseo de san Telmo y sus inmediaciones. Sábato no fue el único enamorado del parque más lindo de la ciudad, para muchos, cuya historia se remonta hasta la mismísima fundación de Buenos Aires.

La ‘Reina del Plata’ es una ciudad plana, una meseta que apenas conserva algunas de sus barrancas pronunciadas naturales. Entre ellas, las de Plaza San Martín, las de Barrancas de Belgrano y, por supuesto, la zona del Parque Lezama: 7,7 hectáreas irregulares de verde –537 árboles, según un censo de 2015 del gobierno porteño–, delimitadas por las calles Defensa, Brasil, Av. Paseo Colón y Av. Martín García.

Aunque faltan indicios arqueológicos, algunos historiadores sostienen que, en esas mismas tierras, el adelantado Don Pedro de Mendoza fundó el primer asentamiento, en febrero de 1536. Mucho pasó desde entonces. Conocido a lo largo de la historia como “Bajo de la Residencia”, “La punta de Doña Catalina” o la “Barranca de Marcó”, este rincón de la ciudad fue escenario de duelos, centro de venta de esclavos y lugar de veraneo elegido por la aristocracia, entre ellos, el terrateniente José Gregorio de Lezama: un empresario y filántropo salteño que compró la propiedad en 1857 y, luego de varios retoques, ampliaciones y esculturas, la convirtió en el ‘jardín privado más hermoso de Buenos Aires’.

Tras la muerte de ‘Goyo’, su viuda, Doña Ángela de Álzaga, decidió vender el predio a la municipalidad por muy bajo costo, pero con la condición de que la quinta se transformase en un paseo público para ser disfrutado por todos. Así se concretó, y 130 años después Parque Lezama sigue siendo uno de los grandes atractivos de la ciudad, plagado de historia y muchas curiosidades.

El 2 de febrero de 1536 –algunos historiadores afirman que fue al día siguiente–, la comitiva colonizadora del adelantado Don Pedro de Mendoza, conformada por 14 navíos, unos 1500 tripulantes y 72 caballos y yeguas provenientes de Andalucía, desembarcó en la orilla sur del Río de la Plata y estableció un puerto defendido por un fuerte al que bautizó como Puerto de Nuestra Señora Santa María del Buen Ayre, apelativo de la Virgen de los marineros de la isla de Cerdeña. El primer ‘asentamiento argentino’ se ubicó en Puntas de Buenos Aires, lugar elegido por Mendoza para la llamada primera fundación de la ciudad, donde hoy se emplaza Parque Lezama.

Don Pedro abandonó el poblado un año después, cuando la ‘amistad’ con los querandíes y otras tribus aborígenes se convirtió en masacre para ambos bandos, y finalmente falleció en altamar a causa de la sífilis, el 23 de junio de 1537. Debido a esa corta estadía y la falta de indicios arqueológicos, los investigadores aún dudan en señalar a Puntas de Buenos Aires como lugar de fundación, pero el parque igual le rinde homenaje con el Monumento al adelantado Don Pedro de Mendoza, situado en la esquina de Av. Brasil y la calle Defensa. En Brasil y Paseo Colón, en la base de la barranca que solía limitar con las aguas, también se puede ver el busto de Ulrico Schmidl, un aventurero bávaro que viajó en la misma expedición y escribió las primeras crónicas del Río de la Plata.

El primer horno de ladrillos, el primer molino de viento y el comercio de esclavos

El domingo 29 de mayo de 1580, el gobernador Juan de Garay llegó a la boca del Riachuelo y desembarcó en el mismo lugar donde años atrás lo había hecho el adelantado Pedro de Mendoza. El 11 de junio ya se había levantado un pequeño asentamiento, un poco más hacia al norte de la ‘fundación’ anterior, ahora renombrado como Ciudad de la Trinidad. Los terrenos que hoy ocupa el parque, reservados para el rey de España, fueron repartidos en solares y quedaron a la “merced” de Alonso de Vera y Aragón, el Tupí (un burócrata español); pero fuera del trazado del casco central de la ciudad, pronto quedaron deshabitados y conocidos popularmente como la Punta de doña Catalina.

Con el paso de los años –y los dueños que se disputaron el terreno–, la zona albergó el primer horno a ladrillos y el primer molino de viento de la etapa colonial sureña. Entre 1708 y 1790 también funcionó una gran barraca usada como depósito de mercaderías, y hacia finales de siglo XVIII, una parte del actual parque también era utilizada por la Real Compañía de Filipinas, dedicada al tráfico de esclavos traídos desde África.

A principios del siglo XIX, la zona del Lezama se popularizó como lugar de vacaciones, y muchas familias aristocráticas decidieron adquirir terrenos y edificar las primeras ‘quintas’ para pasar sus veranos de alcurnia. En 1802, Manuel Gallego y Valcárcel, secretario del virrey Pedro Melo de Portugal y Villena, compró la parcela correspondiente al parque –también conocida como Barranca de Marcó– y comenzó la construcción de una pequeña casa con mirador. Tras su muerte en 1808, fue adquirida en remate público por Daniel Mackinlay, un comerciante de origen escocés que la compró por 19 mil pesos, la amplió, plantó árboles frutales y hasta creó una huerta en este lugar de descanso en las afueras de la ciudad.

Por aquel entonces se la llamó La Residencia, pero los porteños la denominaron la ‘Quinta de los Ingleses’ debido a que el señor Mackinlay acostumbraba a izar en su propiedad la bandera del Reino Unido. El mote le quedó bien pegado, incluso años después, cuando la casona pasó a manos de Charles Ridgley Horne, un comerciante oriundo de Baltimore, nombrado por Rosas como “único corresponsal marítimo” del puerto de Buenos Aires, y cuñado del general Juan Lavalle.

Testigo del duelo

El 21 de noviembre de 1814, La Residencia fue testigo del duelo entre Luis de la Carrera y Verdugo, militar y patriota chileno, y John McKenna O’Reilly, ingeniero militar y general del ejército chileno durante la Guerra de Independencia. Carrera responsabilizó a Mackenna de su encarcelamiento en Mendoza, aunque la enemistad entre ambos se venía arrastrando dese hace tiempo, incluido un antiguo (y fallido) intento de batirse a duelo. Una vez en Buenos Aires, Carrera le envió a Mackenna la siguiente nota: “Usted ha insultado el honor de mi familia y el mío con suposiciones falsas y embusteras; y si usted lo tiene, me ha de dar satisfacción desdiciéndose en una concurrencia pública de cuanto usted ha hablado, o con las armas de la clase que usted quiera y en el lugar que le parezca”.

MacKenna aceptó, fijó el lugar y la hora para “mañana a la noche” y sumó “si me viera usted con tiempo para tener pronto pólvora, balas y un amigo que aviso a usted llevo conmigo”. Ese amigo y padrino era su compatriota irlandés Guillermo Brown, fundador de la Armada Argentina. Con la primera descarga ambos retadores salieron ilesos, pero en el segundo pistoletazo John McKenna O’Reilly cayó muerto.

Entre los años 1856 y 1886, la Argentina tuvo que enfrentar el arribo frecuente de enfermedades letales para la época como el cólera y la fiebre amarilla. En 1858, cuando el cólera llegó al barrio de San Telmo y como buen aristócrata filántropo, José Gregorio de Lezama abrió las puertas de su casona y permitió que la municipalidad de la ciudad instalara un hospital provisional (lazareto) para la atención de los enfermos.

Años después, durante la epidemia de fiebre amarilla que asoló a Buenos Aires en 1871 –murieron 13.614 personas sobre una población de 187 mil habitantes (según la Asociación Médica Bonaerense)–, La Residencia volvió a convertirse en albergue para aquellos que huían del hacinamiento urbano en busca de refugio y protección contra el contagio, en medio de los árboles, las esculturas, los bancos de mármol y las plantas exóticas de Don Gregorio. La fiebre amarilla mató a 49 de los internados, pero Lezama nunca abandonó la quinta.

Don Gregorio Lezama falleció el 23 de julio de 1889 y su viuda, Doña Ángela de Álzaga, se convirtió en la heredera del jardín privado más hermoso de Buenos Aires; famoso por sus canteros de camelias y sus caminos bordeados de arrayanes. En 1894, Álzaga decidió rendirle homenaje a su marido y vender todo el predio –la quinta y la mansión– a la municipalidad por la suma simbólica (e irrisoria) de 1.500.000 pesos, muy por debajo del valor real de mercado. Pero Ángela tenía una condición: que fuera destinado a un espacio público y que llevara el nombre de su altruista propietario. Así nació el Parque Lezama.

El paisajista y urbanista francés Charles Thays tuvo a su cargo el rediseño del nuevo paseo público. En su apogeo, el parque ostentó numerosas atracciones: una calesita, un circo, un pequeño tren con estación para los más chicos, un lago artificial con góndolas, un tambo y lactario, un pabellón para banquetes, un restaurante con forma de molino, un ‘cinematógrafo’ (el primero del barrio), un kiosco y una pérgola y rosedal sobre la avenida Martín García. En 1914, durante la gestión de Benito Carrasco, se construyó un gran auditórium para encuentros artísticos con capacidad para seis mil personas, sobre la calle Brasil donde solía estar el lago, aprovechando el desnivel del terreno.

El robo del sable corvo de San Martín

En 1897, años después del fallecimiento de Lezama y la creación del parque, la elegante casona se convirtió en la sede del Museo Histórico Nacional, un paseo obligado para la élite de la época, que hoy atesora más de 50 mil piezas de valor incalculable, relacionadas con la historia prehispánica de Sudamérica y el actual territorio argentino, la Revolución de Mayo y la guerra de independencia argentina, entre otros acontecimientos. Dentro de su patrimonio se encuentra el sable corvo del general José de San Martín, objeto de un insólito robo ocurrido en 1963, a manos de un grupo de jóvenes peronistas.

Al final de la tarde del 12 de agosto de aquel año, cinco miembros de la Juventud Peronista –Osvaldo Agosto, Alcides Bonaldi, Manuel Félix Gallardo, Luis Sansoulet y un tal Emilio, del que no se sabe su apellido– golpearon a la puerta del museo (que ya estaba cerrado) y lograron hacerse camino cuando el ordenanza entreabrió la puerta. Pistola en mano, lo encerraron en una habitación, fueron derechito hasta la vitrina del sable, rompieron el vidrio y envolvieron el preciado botín en un poncho, con toda la intención de entregárselo al general Perón, en protesta por la proscripción del peronismo desde el golpe de estado de 1955. El 28 de agosto el sable fue recuperado intacto.

Ernesto Sábato no fue el único ‘enamorado’ de Parque Lezama. En agosto de 1944, en una reunión en la casa de Bioy Casares y Silvina Ocampo, Jorge Luis Borges conoció a Estela Canto, una joven escritora, inteligente, culta y poco convencional que llamó su atención, justamente, por ser diferente a las mujeres que frecuentaban su círculo social y literario. El autor se enamoró, pero no fue correspondido. Parte del cortejo consistía en largas caminatas por el sur del predio, donde se sentaban en el anfiteatro, frente a la Iglesia Ortodoxa Rusa de la Santísima Trinidad.

Así, el Lezama se convirtió en escenario (y testigo) de este amor frustrado, que quedó plasmado en una colección de cartas profundamente sentimentales; un lado poco conocido del escritor. Por su parte, Estela inspiró ciertos aspectos de El Aleph, dedicado a ella. En manos de Canto también quedó el manuscrito original –un sentido regalo del autor–, que la mujer hizo subastar cuatro décadas más tarde, y fue adquirido por la Biblioteca Nacional de España en más de 25 mil dólares. Tras la negativa de matrimonio, la relación llegó a su fin en 1952.

Muchos creen que la famosa escultura de la Loba Romana o “Loba Capitolina”, que se puede apreciar en el parque, es la reproducción –el original medieval se encuentra en el Museo del Capitolio de Roma– donada por Vittorio Emmanuelle III, rey de Italia, al embajador Roque Sáenz Peña en 1910, con motivo del Centenario de la Revolución de Mayo. Inaugurada el 21 de abril de 1921, la obra donada fue emplazada originalmente en la intersección de las calles Florida y Diagonal Norte y luego trasladada al Jardín Botánico de Palermo, pero pronto se retiró para hacer dos copias: una para el jardín y otra para el Parque Lezama. La ‘original’ se colocó en el hall del Palacio de la Legislatura porteña.

Cuando la obra que representa el mito de los fundadores de Roma fue situada en el Lezama, el escultor argentino Gonzalo Leguizamón Pondal le añadió una base decorativa con dos relieves de figuras masculinas que simbolizan el Río de la Plata y el río Tíber. Desde entonces, la loba de bronce fue vandalizada en incontables ocasiones: en 2007 fueron robadas las figuras de Rómulo y Remo, varias veces reemplazadas por reproducciones en cemento o resina poliéster que, de tanto en tanto, vuelven a sufrir el ataque de los destructores.

¿Sabían que en la ciudad de Buenos Aires se realizaron corridas de toros hasta comienzos de 1900? Entre los siglos XVIII y XIX, los porteños de alcurnia asistían a estos espectáculos, por aquel entonces, ubicados en plazas de Monserrat –hoy avenida 9 de Julio, a la altura del Ministerio de Obras Públicas–, en la Plaza San Martín de Retiro (la arena más concurrida, que en 1899 dejó un toreador muerto tras ser embestido) y, por supuesto, en Parque Lezama. Allí, en el año 1902, se realizó una de las últimas corridas de las que se tiene registro en la ciudad, para muchos de los aficionados, una simple parodia de los eventos multitudinarios de antaño.

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