El primer rascacielos de Buenos Aires inspiró al autor de «El Principito»
Hay edificios que no solo cambian el paisaje: cambian la manera en que una ciudad se imagina a sí misma. La Galería Güemes, inaugurada en 1915, fue uno de ellos. En una Buenos Aires que todavía se desplegaba horizontalmente —con sus casonas, sus conventillos y sus bulevares afrancesados—, un arquitecto italiano se animó a desafiar la gravedad y levantó el primer rascacielos porteño.
Tenía 14 pisos, medía 76 metros de altura y se construyó íntegramente en hormigón armado, una técnica que recién comenzaba a imponerse en el mundo. Era una apuesta por la modernidad, pero también una declaración de principios: la ciudad ya no crecía solo hacia los bordes, sino también hacia el cielo.
La obra fue concebida por Francisco Gianotti, un arquitecto nacido en Italia que ya había dejado su huella en Buenos Aires con la Confitería El Molino. Su nueva aventura sería aún más ambiciosa: un edificio que atravesara una manzana entera y conectara las calles Florida y San Martín a través de un pasaje peatonal cubierto, flanqueado por locales comerciales.
Era una idea simple y revolucionaria. En lugar de un edificio cerrado sobre sí mismo, Gianotti imaginó un espacio público bajo techo, una “calle interior” donde los peatones pudieran circular, mirar vidrieras, encontrarse. Lo que hoy entendemos como un centro comercial nació ahí, bajo una bóveda monumental de 14 metros de alto y 8 de ancho, iluminada por una sucesión de claraboyas que filtraban la luz natural.
Todo en la Galería Güemes fue pensado para deslumbrar: las cúpulas vidriadas sostenidas por columnas, los pisos de mosaico, los ascensores eléctricos (catorce, nada menos), los sistemas de calefacción y ventilación, el teatro y el restaurante subterráneo. Era una ciudad dentro de la ciudad.
Cuando abrió, el asombro fue general. Los cronistas de la época hablaban de un “templo del progreso”, una muestra de que Buenos Aires podía codearse con las grandes capitales del mundo.
El edificio fue levantado sobre un terreno de 116 metros de largo, que Gianotti dividió simétricamente en dos mitades, unidas por el pasaje central. Esa organización dio origen a una composición equilibrada, casi musical, donde cada elemento tenía su contraparte: las torres, las ventanas, los ornamentos.
La fachada, de estilo academicista, se eleva con sobriedad hasta un quinto piso coronado por dos torres ornamentales que enmarcan el gran arco de acceso. Por encima, el volumen se estiliza, gana altura y remata en una torre mirador con un faro, visible desde varios puntos del centro porteño. Esa luz, que simbolizaba el espíritu moderno, marcó durante años la silueta nocturna de la ciudad.
En los subsuelos se ubicaban un restaurante y un salón de fiestas. En los pisos medios, oficinas y baños públicos de todo tipo —turcos, romanos, aromáticos— que daban cuenta del refinamiento de la época. Y en los niveles superiores, viviendas con comodidades inéditas, pensadas para un público urbano y cosmopolita.
En la cima, un salón restaurante con ventanales panorámicos ofrecía una vista inigualable del Río de la Plata y del puerto, una postal que condensaba la Buenos Aires del progreso.
Gianotti trajo a Buenos Aires una tipología que ya tenía historia en Europa: la de las grandes galerías cubiertas. En Italia, las galerías Vittorio Emanuele de Milán o Humberto I de Nápoles habían convertido el paseo urbano en una experiencia arquitectónica. La Güemes adaptó ese modelo a la escala porteña, combinando materiales modernos con un lenguaje ornamental clásico.
Nada se improvisó. Incluso los acuerdos entre los propietarios del terreno especificaban que toda la construcción debía realizarse “con idénticos materiales y estilo, bajo una servidumbre recíproca y perpetua” para garantizar la unidad del conjunto.
El resultado fue una obra coherente, en la que cada detalle —barandas, luminarias, vitrales, revestimientos— fue diseñado a medida.
Con más de un siglo encima, la Galería Güemes ha atravesado tres etapas bien distintas, que reflejan también la evolución de Buenos Aires y de su arquitectura. La inauguración de 1915, lo encontró en su apogeo.
Era un edificio de vanguardia, símbolo del optimismo de una ciudad que crecía sin pausa. Durante sus primeras décadas, la galería se mantuvo casi intacta, albergando oficinas, tiendas y cafés. Fue también residencia de artistas y escritores: Antoine de Saint-Exupéry vivió allí un tiempo, y se dice que desde uno de sus balcones escribió fragmentos de Vuelo nocturno.
En 1947, la propiedad cambió de manos y comenzaron las transformaciones. Los nuevos dueños, los hermanos Diaberkirian, decidieron adaptar el edificio a las demandas contemporáneas. Se construyeron entrepisos bajo la bóveda de Florida, se incorporaron 600 metros cuadrados de oficinas y, en los años 60, se cubrió la fachada original con un curtain-wall de aluminio y vidrio.
La operación, típica del racionalismo de la época, buscaba modernizar la imagen, pero terminó ocultando buena parte de su esplendor original.
Con la llegada de los shoppings, las viejas galerías comerciales debieron redefinirse. La Güemes respondió con una restauración cuidadosa: en 1996 se recuperaron materiales originales, se renovó la iluminación, se reabrió el mirador del piso 14 y se restauraron los bronces y mármoles del pasaje.
Hoy, el edificio combina su uso histórico con una oferta cultural y turística que lo volvió a poner en el mapa. Subir a su mirador, especialmente al atardecer, es una experiencia que devuelve la escala de la ciudad y permite imaginar cómo se veía Buenos Aires cuando el futuro recién empezaba a construirse.
Pese a las transformaciones, la obra de Gianotti conserva una coherencia admirable. Detrás de su ornamentación hay un racionalismo austero que organiza los espacios con precisión matemática. Cada proporción, cada ritmo de fachada, cada transición entre ambientes responde a un orden interno.
La Güemes es, en cierto modo, una pieza de relojería arquitectónica: todo encaja, todo funciona. Su grandeza no proviene del exceso, sino de la exactitud con que se combinan estructura y forma.
El edificio no solo concentró funciones —comercio, oficinas, viviendas, ocio—, sino que las articuló en un sistema perfectamente integrado. Fue, literalmente, una ciudad en miniatura, un microcosmos donde la arquitectura se convertía en experiencia cotidiana.
Más de un siglo después, la Galería Güemes sigue siendo una joya viva del patrimonio porteño. Bajo su bóveda aún resuenan pasos y conversaciones, los brillos de sus bronces se mezclan con los reflejos de los vidrios modernos, y el aire conserva algo de aquel entusiasmo de 1915, cuando Buenos Aires creyó que podía ser una metrópoli del mundo.
Desde su mirador, la ciudad parece desplegarse como un tapiz infinito de cúpulas, terrazas y torres. Allí, donde el faro del edificio alguna vez iluminó el cielo, se entiende por qué la Galería Güemes no fue solo un hito arquitectónico: fue una manera de pensar el futuro.
