El Boliche de Roberto, un lugar mítico con la huella de Gardel y Pugliese
La leyenda dice que Carlos Gardel entró y se acodó en la barra. Cantó un tango y bailó. Dos datos refuerzan esta teoría: el “zorzal criollo” trabajaba en una imprenta a la vuelta. Vivía a poco más de diez cuadras y se movía por el Mercado del Abasto, de donde llegaban los habitúes de la cantina. Este mítico bar notable en la esquina de Perón y Bulnes, barrio de Almagro, llamado “12 de Octubre” cumplió 130 años, aunque es solo el nombre oficial. Acá todos lo conocen con otro más familiar: El Boliche de Roberto por donde pasaron notables músicos como Osvaldo Peredo, Osvaldo Pugliese, María Graña, más acá en el tiempo Julieta Venegas, Hernán «El Cabra» de Vega.
Los bares no son históricos solo por su oferta, sino sobre todo por su relación con el barrio y sus habitantes. Todo comenzó en 1893, cuando el asturiano Francisco Pérez abría el espacio llamado “Casaquinta”. Ahí descansaban los caballos de los carreros que venían al Mercado del Abasto. En 1929, la Plaza Almagro cambia su nombre a “12 de Octubre” y el dueño de Casaquinta (ubicado en diagonal al espacio verde) decide hacer lo propio con su despacho de bebidas.
En 1934 la Plaza volvería a ser Almagro, pero el boliche decidió seguir con el mismo nombre. Cuando Francisco muere, deja a cargo del local a su hijo Roberto Pérez, quien crea junto a Roberto Medina la Peña de los Jueves. El boliche empezó a tomar fama, venían de distintos lugares a presenciar lo que se empezó a llamar “La Peña de Roberto”. Hasta que en los ’90 se renombró popularmente al bar como Boliche de Roberto. Así lo cuentan sus administradoras actuales, Laura Quiñones y Merlina Alliaud, madre e hija, que llevan adelante un lugar históricamente conducido y abarcado por hombres.
Hoy también es un refugio para las nuevas camadas tangueras. La Generación del 2001. “Destaco la generosidad del boliche como semillero entre aprendices y consagrados, así como los personajes míticos del lugar. Tierra fértil donde sólo el límite de la noche frena la fiesta –lo define Lucas de Carlo, músico que cada jueves convoca a un generoso público con Tangos Espirituales–. Es oír música desde los vivos rescatando a los muertos que han hecho historia, resignificar la poesía y el cantar en nuevas interpretaciones, pero vendrán tangos nuevos, porque la tradición une, mientras que lo novedoso aviva el fuego».
«El Boliche es como un secreto que conocemos todos y nos hace cómplices de historias, de dolores, de vivencias», continúa. Evoca a Como dos extraños. En el encuentro de la emoción y la experiencia –susurra–, entre charlas a corazón abierto, aún entre personas que no se conocen, “algo se revela”.
Cuando se conjugan la poesía, el barrio, la música y el abrazo, ocurre la magia. El boliche es escuela para quienes se lanzan a desarrollar el oficio musical y donde la transmisión popular es el eje.
Laura y Merlina comenzaron a conducir el lugar desde diciembre de 2020, en plena pandemia: “al principio fue complicado. Teníamos que abrir de tarde por pocas horas. Fue un desafío muy grande porque en principio no teníamos previamente el conocimiento ni de administrar ni de gestionar un espacio, mucho menos uno cultural; y teníamos la presión (que aún tenemos) de querer hacer las cosas lo mejor posible, por el negocio y por lo que significa para mucha gente”, cuenta Merlina.
En esos primeros tiempos pandémicos fue clave el apoyo grupal. Así lo cuenta la joven: «los músicos nos ayudaron un montón a pensar y a poder armar las fechas y que el tango siga estando aún en esa situación adversa. Aunque fuera el fin del mundo que siga estando el tango, el abrazo en forma de música, el sentimiento, es una obra colectiva entre todes les que habitan el lugar y lo construyen».
Su madre era habitué del Boliche de Roberto desde hacía 30 años. Para ella fue su segunda escuela. Se respira el sentido de pertenencia. “Hay concurrentes que vienen tres o cuatro veces por semana y no viven a tres cuadras, hablo de gente que se toma el Sarmiento o el Roca y un colectivo para poder venir y al otro día tenía que ir a trabajar”, comenta Merlina sorprendida.
El tiempo pasa, pero deja huellas y vivencias. “Queda poco de los viejos de ‘la vieja guardia’, como suele decirse de los tangueros más antiguos. Son los que se juntaban a la tarde a jugar al truco, los que compraron la mesa redonda tan emblemática y destacada del lugar, para jugar al truco y quedarse jugando toda la tarde”», agregan. Hoy el truco convive con otras prácticas como el ajedrez. Varios lo juegan hasta la madrugada.
“Una noche que iba en el colectivo 180, bajé y observé desde lejos hasta que un cantor del lugar me invitó a cantar, era Carlos Señorelli. Desde ese día, siento el boliche como mi casa natal. Sus puertas siempre están abiertas generando oportunidades como lo hizo conmigo hace 20 años”, cuenta Christian Gaume, músico habitué del lugar.
El destacado cantor Ariel Ardit también tiene su historia con este lugar: “vivía a dos cuadras, trabajaba en una casa de fotografía y decía ‘yo no tengo que entrar a ese boliche de veteranos’, pero siempre me pareció pintoresco. Ya estudiando canto lírico un día iba caminando por la vereda de enfrente y escucho una voz fuerte potente que me llamó la atención. Era de Roberto Medina hijo, el que hacía la Peña. Como había poca gente, me arrimo. Me chistan, un hombre que se llamaba Normando. Era el padre de una de una ex novia que había tenido en el barrio, en la calle Bulnes. Éramos vecinos, me dice ‘¿qué haces acá?’ ‘Vine a escuchar, justo pasaba…’».
Ardit continúa el relato: “termina de cantar Roberto y Normando dice: ‘este pibe canta eh’. Yo lo quería matar. Me invitan a cantar. Entonces surge la pregunta que me hace entrar en este mundo: ‘¿No te sabés un tango?’. Así empecé. Canté ‘Soledad’, ‘Cuando tú no estás’, ‘Mi bandoneón y yo’, los únicos tres que sabía. A partir de ahí me sentí deslumbrado con esa sensación de hacer algo que sentí en ese momento que me pertenecía, que me era natural, propio. Cantar un tango para cinco personas con una guitarra y tener la aprobación de esos tangueros que había en el boliche. A la semana siguiente volví y ahí me invitaron a cantar todos los jueves”.
“El boliche fue mi cuna como cantor de tango y fue mi vidriera”, recuerda emocionado Ardit, y evoca a Roberto Pérez, el fundador del lugar: “era el tipo más serio de todos, con la sonrisa más buena del mundo. No la tenía para cualquiera. Regordete, petiso, canoso, con las manos en los bolsillos y un guardapolvo puesto siempre, era como esas cosas que ya no hay más”. Aún guarda el papel que le dio Roberto con la receta de las empanadas de carne cortada a cuchillo, “las más ricas del mundo”.
“De entrada, tuvo un gesto muy paternal conmigo y de mucho cariño. Lo recuerdo como alguien de gran baluarte y la máxima figura del boliche, de hecho cuando él falleció a mí me costó mucho volver –agrega Ardit–. Él sabía a quien le sonreía, a quien le cobraba, a quien le daba fiado y a quien tenía que sacar del boliche”.
A través suyo conoció a uno de sus mejores amigos del tango: Osvaldo Peredo, uno de los máximos impulsores de shows musicales en el Boliche. “Era como una especie de ángel que había venido a cantar tango, miraba para arriba con esos ojos que te arrimaban lo más cerca al cielo… Él me presento a la que fue mi mujer la madre de mis hijas. O sea, que Osvaldo es mi familia”.
Cuenta que Roberto no cantaba nunca, pero cuando lo hacía interpretaba siempre el mismo tango: En la vía. “Mirá que la versión de Rivero es fabulosa pero para mí la mejor sigue siendo la que hacía Roberto, ahí en el boliche”.