Cuando el Graf Zeppelin sobrevoló Buenos Aires
Era pleno invierno, y uno de los más fríos del siglo XX. El 30 de junio de 1934, hace 85 años, los porteños se preparaban para ser testigos de un hecho que parecía prodigioso. Los mas previsores se despertaron al alba y se dirigieron a Campo de Mayo, para ver la llegada del enorme dirigible Graf Zeppelin, que volaría sobre la ciudad. El resto se desperdigó por las plazas y las avenidas para observar como la mole se desplazaría sobre sus cabezas.
El Zeppelin era un dirigible, un medio de locomoción que en ese entonces parecía estar en su apogeo y representar al futuro, pero al que le quedaba muy poco tiempo de vida. Era un gigante, un mastodonte, una nave imponente, algo inverosímil y ridícula.
Tenía 240 metros de largo, 80 de diámetro y algo más de 40 de alto. Era una extraña mezcla entre un globo y un barco. El Graf Zeppelin, más que un medio de transporte aéreo, era un gesto teatral. Un exagerado gesto teatral.
Los dirigibles venían perfeccionándose desde el momento de su invención. Para la época significaban un gran avance. Representaban un progreso enorme frente a los globos. En ellos se podía regular la altura, la velocidad e imprimirles la dirección deseada. Daban la ilusión de que ellos podían dominar los aires, superar el azar (o el capricho) de los vientos.
Tenían gran autonomía (alrededor 10 mil kilómetros) y podían alcanzar velocidades de hasta 150 kilómetros por hora. En la barquilla inferior estaban los controles, los camarotes de lujo para los 20 pasajeros, las literas para los 40 tripulantes, un salón de estar reluciente, un comedor, un estación telegráfica y entre otras comodidades un sector para fumadores.
El Zeppelin fue el primero que consiguió cruzar el Atlántico por el aire. En 1928, su llegada a Nueva York, fue aclamada por miles que revolean flores por el aire mientras una orquesta tocaba una versión festiva del himno alemán. Luego hizo ese cruce en 150 oportunidades más. En total fueron más de 600 travesías: la más notoria fue una expedición al Ártico. El nombre se lo debe a Graf (conde) Ferdinand von Zeppelin, militar y noble alemán, que fundó la fábrica con su apellido.
Los dirigibles fueron utilizados durante la Primera Guerra Mundial. Algunos optimistas pensaban que su utilización podía cambiar el curso de la contienda. Nada de eso. Eran pesados, los bombardeos desde ellos carecían de toda precisión. Su punto más débil era lo fácil que eran de alcanzar y destruir. Eran demasiado grandes, frágiles y muy inflamables. Luego, con las acciones más avanzadas y con la (mala) experiencia de varias unidades retiradas, los alemanes decidieron usarlos para realizar avistajes de objetivos militares y posiciones enemigas.
Las fotos del monstruo volador sobre los lugares típicos de la ciudad todavía perduran. El Zeppelin sobre el Pasaje Barolo, sobre Plaza de Mayo, sobre el Congreso. El capitán hizo que la nave corcoveara levemente, como gesto de cortesía, una especie de suave cabeceo de reconocimiento, al pasar sobre el Congreso. El gesto se repitió sobre Sedalana, una fábrica textil de Coghlan, cuyos dueños eran alemanes. Allí le prepararon una gran recepción al dirigible con todos sus empleados en la calle y en los techos, saludando pañuelos al viento el paso del gigante mientras tronaban las sirenas de la fábrica.
Luego se dirigió a Campo de Mayo. Ahí aterrizaría. Cuatro años antes, el Graf Zeppelin había llegado hasta Brasil pero no bajó a Argentina porque las autoridades locales se negaron a construir e instalar un mástil de agarre para que pudiera aterrizar. Algunos diarios criticaron la medida; decían que era un gasto mínimo para la satisfacción que le proporcionaría a la ciudadanía y el prestigio que derramaría sobre el país.
En lo referido a la gente tenían razón. Esa mañana, antes de las 8, cuando todavía estaba oscuro, decenas de miles de personas se acercaron a Campo de Mayo para ver el espectáculo. Una multitud. Era un signo de época: exequias, grandes artistas que llegaban en barco, algún espectáculo deportivo, o la posibilidad de escuchar una transmisión radial de un partido de la Selección a través de altoparlantes, convocaban decenas de miles de personas. Nadie se quería quedar afuera de la vivencia. Era eso, amontonarse, mirar de lejos, gritar, aplaudir, ponerse en puntas de pie para ver algo más, o ser ajeno a la experiencia, tan solo recibir el recuerdo de uno de los asistentes, la lectura en el diario del día posterior o ver en el noticiario del cine algunas imágenes temblequeantes una semana después.
Doscientos jóvenes soldados argentinos esperaban a la nave. Eran quienes se encargarían del amarre. Debían tomar las sogas y empujar para dejarlo en tierra. Luego, rápido, a hacer los nudos que lo aferraran. Para algunos de ellos la misión era otra; debían asirse de los pasamanos de la barquilla para posarlo sobre tierra.
Los espectadores no podían dar crédito a sus ojos. Mientras el Zeppelin se acercaba, su imagen se hacía cada vez más imponente. Nadie había imaginado que era una especie de pequeña ciudad voladora. Tenía, recordemos, casi dos cuadras y media de largo.
Cuatro aviones argentinos lo escoltaban. Uno de los pilotos era Amancio Williams luego prestigioso arquitecto recordaba así la experiencia: «No podemos imaginar la grandiosidad de la vista que estaba gozando. Es algo difícil de explicar; no era solamente la impresión de esta enorme y maravillosa forma, sino también la elegancia y suavidad de los movimientos del Zeppelin, que podía percibir con nitidez. Nunca lo olvidaré: como fondo, a la derecha de mis dos alas plateadas, mirando hacia arriba aparecía el precioso Zeppelin plateado, con sus elegantes movimientos contra el cielo. Hacia abajo el precioso Río de la Plata, plateado en la luz mañanera».
Apenas tocó el suelo, se escuchó una ovación estremecedora. Aplausos, gritos, vamos agitándose ansiosas a modo de saludo, sombreros volando por los aires, bocinas de los autos.
El dirigible llevaba pintada desde hacía unos meses una enorme cruz esvástica. A nadie pareció importarle; todavía faltaban unos años para que la sólo visión del símbolo produjera inmediata indignación. El gobierno alemán, ya con Adolf Hitler y los nazis en el poder, aprovechaba el prestigio y la fascinación del Graf Zeppelin para hacer propaganda.
Pocos minutos después, descendió su capitán, el sucesor de Ferdinad von Zeppelin, el atildado y algo sobreactuado Dr. Hugo Eckener. Con gorra negra, mientras bajaba las escalerillas al tiempo se quitaba teatralmente los guantes, con saco de cuero blanco, recibió la ovación de la gente. Saludó con un leve movimiento de su brazo. Luego las formalidades de rigor con las autoridades argentinas presentes. Eckner, héroe nacional en ese momento en Alemania, caería rápidamente en desgracia por sus críticas al régimen nazi.
La detención fue muy breve. Poco más de hora y media. En ese lapso, una autobomba de los bomberos aprovisionó a la nave de los miles de litros de agua que necesitaba para su vuelo, se subieron a bordo provisiones y dos sacas con correo. También cuatro aviadores argentinos ingresaron como pasajeros hasta la siguiente escala.
Cuando Eckner reingresó, los doscientos soldados desataron los nudos, mientras empujaban para poner en movimiento a este buque aéreo. La multitud volvió a aplaudir y a vivar. Fue corta la experiencia pero sintieron que habían sido unos privilegiados al poder ser testigos del descenso y ascenso de la nave histórico. Lo malo para ellos vino después. El regreso a la ciudad fue lento y agotador. Tanta era la gente que algunos tardaron hasta cinco horas en volver a sus casas.
El desastre del Hinderburg, el dirigible de pasajeros que explotó a la vista de todos en Nueva Jersey, dejando 36 muertos -casi un tercio de los pasajeros- fue su partida de defunción más allá de que algunos dirigibles fueron usados a principios de la Segunda Guerra Mundial.
El Graf Zeppelin fue desguazado en 1940 y sus piezas fueron utilizadas en material bélico. Del resto se encargaría el progreso de la industria aeronáutica.