Teatro Colón: de los duendes de Soldi al deshielo de un mito

En paralelo con los valores que en más de cien años labraron su fama, el primer coliseo argentino guarda un amplio anecdotario, con relatos más y menos verosímiles.

Tal vez no llame demasiado la atención porque la «magia» de los teatros habilita a hablar con naturalidad de «seres extraordinarios», intérpretes con «ángel», «monstruos» de la danza, «leyendas» vivientes de la ópera, pero el Colón tiene en su historia ya más que centenaria una propia mitología que corre a la vera de su prestigio y trayectoria artística. Relatos orales, versiones fantásticas y supersticiones de todo tipo hablan tanto del fantasma de una bailarina que alguien dijo haber visto en los espejos de los camarines a la mala suerte que se le ha adjudicado -como siempre injustamente- a la cabeza de Beethoven ubicada en el hall de entrada de la calle Libertad. Los viejos palcos de viudas, «escondidos» a los lados de la sala, más allá de su función principal también fueron susceptibles de rumores sobre amoríos clandestinos y las prácticas curiosas de algunos personajes -como la artista rusa que viajaba con su madre y le pedía que barriera el escenario antes de salir a escena, el cantante que nunca vestía de amarillo o aquella habitué del gran abono que asistía con trajes al tono de la ópera que iba a ver- alimentaron un anecdotario rico que pocas veces colorea los relatos oficiales y muchas otras compone un simpático collage de viñetas alternativas.

Sin embargo, algunas de esas anécdotas que pueden catalogarse como «mitos y leyendas» se cruzan con la Historia con mayúsculas o logran legitimarse o desmentirse en la voz de grandes personajes que les dan crédito. Qué diríamos si no de los «duendes del teatro» a los que -sin titubear- se refieren diferentes autores en publicaciones de lo más diversas. Se lee, por ejemplo, en Vida y gloria del Teatro Colón, de Manuel Mujica Lainez y Aldo Sessa, el testimonio de Raúl Soldi, todavía conmocionado por su pintura de la cúpula de la sala, realizada en los 60. «Cada vez que iba al Colón miraba con insistencia ese enorme hueco de un incierto color sepia y nunca se me hubiese ocurrido que un día lo llenaría de figuras. Al poner manos en el proyecto, pensé fijar en el techo todo lo que acontece y aconteció en el escenario. De este modo surgió la idea de esa ronda en espiral invadida por cincuenta y una figuras, incluyendo los ‘duendes del teatro’, que logré rescatar escondidos en cada rincón del mismo». ¿Serían espíritus como Puck, de Sueño de una noche de verano? Hay quienes creen que el personaje shakespeareano atrae a los duendes del lugar.

Por otras razones también la cúpula es una caja de sorpresas. Mucho antes que Soldi estuvo allí la obra del francés Marcel Jambon, cuyas telas se lucieron desde la inauguración del gran coliseo en 1908 y fueron retiradas, deterioradas por la humedad, entre 1948 y 1954. Muy difundida -tanto que algún que otro guía del Teatro Colón todavía cita la «leyenda de las barras de hielo»-, la versión de este insólito procedimiento para refrigerar la sala durante el calor de febrero está desmentida en la investigación de la museóloga Graciela Weisinger, realizada con el apoyo de la UMSA, y publicada en el libro La pintura ornamental en el Teatro Colón de la Ciudad de Buenos Aires. Historia, técnicas y patologías, de 2007. No quedan dudas sobre los bailes de Carnaval, como los de 1936 y 1937, para los cuales se retiraban las butacas de la platea: llevaban el nombre de Grandes Fiestas de la Fantasía y se describían en notas periodísticas, como las casi 3000 que la especialista consultó para su estudio, en muchos casos en las páginas de este diario.

«No, no se refrigeraba con barras de hielo -confirma Weisinger-. Lo que pasó es que el techo era originalmente de planchas de plomo y hacia los años 30 empezó a sufrir rajaduras y filtraciones de agua, registradas en cantidad de artículos. Pedacitos de yeso y pintura caían en la sala. Posteriormente, en época sin funciones, se retiró la tela y se le dio esa mano de pintura color terracota que estuvo tanto tiempo», resume. Es decir, lo que asocia al mito helado con los bailes de Carnaval es el verano. «Si vas a ver la estructura de la cúpula, encontrarás que no existe dónde pudieran entrar las famosas barras de hielo».

En plan Sherlock Holmes, la búsqueda de fragmentos de aquel lienzo de Jambon con la alegoría de Apolo llevó a la investigadora hasta particulares que habían conseguido, como precioso souvenir, algunos retazos después de que se ordenara el descarte de las telas del plafond original, que por varias décadas durmieron dobladas en los subsuelos. «Analicé y mandé a estudiar al exterior esos fragmentos, sus pigmentos nos hablaban del tipo de pintura que era, de sus colores originales», sigue Weisinger. El libro consolida toda esta documentación y en su capítulo de «Conclusiones» esclarece que en «la rica historia del Teatro Colón volcada en una profusa bibliografía, se encuentran numerosas leyendas, que se originaron para justificar la falta de conocimiento de ciertos hechos y se transmitieron por tradición oral». De paso, descarta otro mito: «El artista Jambon realizó varias pinturas murales decorativas en obras del arquitecto Garnier. Esto y el hecho de que dicho artista fuera decorador de la Ópera de París pudieron dar lugar a la aseveración tan difundida, de que los plafonds de los teatros de París y de Buenos Aires hubieran sido pintados por la misma persona». Diferencias y similitudes se descubrieron entre las obras de Marc Chagall y Raúl Soldi.

«Cuando Soldi pintó la cúpula yo estaba ahí», dice Antonio Gallelli, que en esa época era tramoyista y ahora es coordinador general del área escenotécnica. «¿Viste que en la cúpula hay un músico que tiene una mandolina? Yo tengo una lámina igual, con uno de esos personajes, firmado por él».

El Tano Gallelli, como lo conocen todos, era un jovencito calabrés bastante parecido en cierto modo a Salvador, el protagonista de El gran teatro, la novela de Manucho Mujica Lainez que transcurre durante una presentación de Parsifal. Cuando visitó por primera vez el teatro tenía 13 años y empezó a trabajar en 1960, a los 19. «Vi muchas cosas». Si se le pide que cuente anécdotas, podría hacerlo sin parar. De Pavarotti, de Julio Bocca. ¿Cómo es el mito de los cristos? «El primer Cristo de Antonio Pujía es de comienzos de los 70, cuando todavía no había tergopol, y aún está en el tercer subsuelo. Yo era segundo jefe del área de la sección Maquinarias cuando se lo iba a tirar y lo recuperé, y lo colgué ahí. Pero hay otro Cristo de ocho metros, que hizo Hugo de Ana para una ópera. Ese es como una protección, está en la ‘capilla’, como le decimos, detrás del escenario». Ya había contado Gallelli enEl alma de un gigante, el libro del fotógrafo Marcelo Brodsky que el Colón publicó el año pasado, que nadie quiere desarmar los cristos en la cruz que forman parte de una escenografía. «Al terminar la puesta, estas representaciones de la crucifixión pasan a los depósitos y se transforman en pequeños altares».

A propósito de lo que ocurre a telones cerrados, un memorioso balletómano revela que una vez, Olga Ferri, primerísima figura de la época dorada del Ballet Estable y gran maestra de bailarines, recogió del backstage, entre la escenografía, una pieza de descarte, pequeña y toda blanca, una forma como de túnica con pliegues, que tenía dos manchitas negras que parecían ojos. Se lo llevó a su camarín y le prometió, parafraseando el dicho del Fantasma de la Ópera a Christine: «Siempre voy a bailar para vos, hasta el último día». Dicen que nunca le faltó.

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