Pulpería Quilapán, una casona del siglo XVIII en San Telmo

Una pareja de arquitectos extranjeros adquirieron una casona en Defensa 1344; cuando comenzaron a remodelarla se encontraron con objetos de otros tiempos; hoy allí funciona el bar y club social Pulpería Quilapán

Tatiana y Gregorio Fabre es una pareja de arquitectos extranjeros que llegaron en 2012 a la Argentina para estudiar el idioma y conocer mejor la idiosincrasia del país. Su afán de aventura y exploración de la tradición culinaria gaucha los llevó a comprar una casona antigua en estado de demolición en San Telmo. Nunca se imaginaron que debajo de esa pila de escombros se escondían ”joyas” arqueológicas del siglo XVIII, donde unos pocos años después funcionaría un bar, almacén y club social: la Pulpería Quilapán.

“Lo que hace única esta casa es que es la casa de todos. Y sigue estando acá para contar la historia”, remarcó Gregorio, y recordó: “Desde el principio, el amor fue muy importante. Nos enamoramos de las historias que nos contaban los vecinos y los amigos”.

Recién llegados al país y atraídos por la cultura gastronómica argentina, la pareja de arquitectos –él, de Francia y ella, de Suiza- se dieron cuenta de que la ciudad ofrecía poco de eso que tanto les gustaba: comida regional y artesanal con sabores autóctonos. “Empezamos a hablar con amigos de que queríamos crear un lugar simple donde se hicieran picadas, se vendieran vinos y cosas locales, en donde se conozcan las historias y la cara de cada productor. Conocimos a Emilio Nosti en San Telmo, que es como nuestro abuelito de la Argentina, que nos dijo que no estábamos inventando nada, que ese concepto ya existía y que se llamaba pulpería”, precisó Tatiana.

Fue así como se dispusieron a conocer de primera mano este concepto tan ajeno. “Empezaron a recorrer las afueras de Buenos Aires buscando productores locales que les proveyeran quesos, embutidos y vinos artesanales, sin intermediarios y de forma orgánica. Así fue que se introdujeron en las pulperías, su concepto e historia y decidieron abrir una en la ciudad Buenos Aires”, explicó Rocío Areal, que forma parte del equipo de Quilapán, en el que trabaja escribiendo sobre la cultura y tradición argentinas en el blog de la pulpería, y haciendo recorridos guiados para grupos reducidos.

En Defensa 1344, en el barrio de San Telmo y a 12 cuadras de la Casa Rosada, fue donde Gregorio y Tatiana compraron un espacio para su proyecto en 2012. El edificio estaba en ruinas, en estado de demolición, y pagaron por él lo que costaba un terreno baldío. “Por ser arquitectos tenían un gusto particular por esta casona, por remodelarla. No sabían qué era lo que iban a encontrar”, indicó Areal. Y precisó: “Los hallazgos fueron parte del camino”.

Cuando iniciaron las remodelaciones, los objetos que encontraron les dieron un indicio de que allí había algo más grande. Llamaron a un especialista, al arquitecto, creador y director del Museo de la Ciudad desde 1968 hasta 2006, José María Peña, que falleció en 2015. Emblema de la conservación patrimonial en San Telmo, fue el ideólogo de la ordenanza municipal que reconoció y otorgó protección al Casco Histórico de la ciudad. Junto a él, Gregorio y Tatiana iniciaron un trabajo arqueológico minucioso.

Se descubrieron vestigios de los tiempos coloniales como un piso de baldosas calcáreas, pozos ciegos que habían sido rellenados, la glicina histórica del patio que estaba prácticamente toda podada y se la revivió, entre otras.

Areal remarcó: “Había que sacar capa por capa de historia. Un trabajo que se realizó de la mano de arqueólogos, cuidado y supervisado para no dañar más de lo que ya estaba. Se habían rellenado y tapiado algunas zonas con fines utilitarios, pero sin tener conciencia de la riqueza del patrimonio”. Es que desde principios del siglo XVIII el lugar tuvo diferentes usos, muchos de los que se ven reflejados en los objetos encontrados: una fosa que da cuenta de la existencia de un taller mecánico; un aljibe que data del siglo XIX y se estima que fue tapado con la aparición de la fiebre amarilla; botellas de gres; azulejos provenientes de Francia; un daguerrotipo y hasta un soldadito de plomo moreno que se estima es el más antiguo del que se tiene reporte en toda la ciudad.

Quilapán comenzó a gestarse con la idea de desarrollar una pulpería, pero continuó su camino como almacén y club social, con una fuerte impronta histórica, cultural y de revalorización del encuentro entre argentinos alrededor de las costumbres típicas.

“Lo que nos interesa es generar nexos sociales alrededor de la comida. El queso y el locro es solo un pretexto para que las personas puedan encontrarse. La pulpería no es un lugar turístico. Es, antes que nada, un lugar para la gente del barrio, donde la gente viene a jugar a la perinola, al truco y al sapo”, explicó Gregorio.

En palabras de Areal: “Además de un sitio histórico es un lugar de identidad comunitaria, retrotrayéndose al concepto inicial de pulpería que era el sitio de reunión por excelencia y el sitio del alto en los caminos. Hay una idea grande de volver a las fuentes’”.

En ese sentido, se dictan talleres de telar vertical, de elaboración de empanadas y de vino patero, de folklore, de tango y de pintura de jarra de pingüino. Hay noches en las que son protagonistas los payadores Emanuel Gabotto y David Tokar, que improvisan, junto al público, a puro canto y guitarra criolla, los ocurrentes duelos poéticos.

“Se fue formando una gran familia entre quienes trabajan y entre quienes interactúan con nosotros en las noches payadoras. Quilapán es un resguardo de un patrimonio intangible de la antigüedad que está en plena vigencia”, comentó Gabotto.

Tokar coincidió con su compañero y agregó: “En Quilapán logramos detener el tiempo. No solamente por ese paisaje, esa magia que tiene el barrio de San Telmo y precisamente la pulpería que nos invita a viajar en el tiempo, sino también porque la gente llega a disfrutar de un espectáculo olvidando las urgencias diarias y los problemas cotidianos”.

Pero el concepto de “volver a las fuentes” no se remite solo a lo cultural, sino que tiene también una raíz ideológica, social y de cuidado de la naturaleza. La pulpería tiene una clasificación como empresa B –tiene, además de un fin económico, uno social– y busca reducir su impacto ambiental. Así, montaron un “techo verde”, una huerta orgánica arriba de la cocina de la pulpería, en el que producen las hierbas que se consumen en el restaurante.

Además, reciclan las cáscaras de limón y naranja para producir detergente natural. La carne que se consume es orgánica. “Queremos alquilar un campito para poder tener más conexiones con la materia prima”, apuntó Gregorio, y continuó: “Si bien vamos a ofrecer carne, queremos reducir su consumo y para eso pretendemos hacer unos días a la semana un menú de solo verduras”.

“Es raro que rechacemos un desafío”, sentenció David Boree, gerente de Quilapán. Él, de nacionalidad francesa, comenzó a trabajar con el matrimonio Fabre cuando la pulpería todavía era un proyecto en desarrollo. Tatiana lo convocó como cocinero para que la asistiera con las viandas de comida para los obreros y arqueólogos que se encontraban trabajando en la casona. En 2015, cuando abrieron formalmente Quilapán, Boree los asesoró con el menú unos días a la semana. Pero ese primer vínculo laboral duró solo tres meses.

“Gregorio es intenso, es difícil trabajar con él. Tiene 50.000 ideas geniales por día, es muy cansador”, se sinceró el gerente pulpero, aunque reconoció: “Es muy raro que sus ideas fallen. Lo único que falló fue una vez que compramos fardo para poner en las bolsas de delivery, con l’idée du terroir de campagne -la idea del terruño del campo-. La gente decía que tenía olor a pis y no sabía para qué servía”.

Cuando la pareja de arquitectos decidió volver a Europa, Gregorio llamó a su compatriota para que se encargara de la administración del lugar por las tardes y noches. “Si vos te vas, yo no tengo problema en volver”, le respondió Boree, que terminó siendo el gerente general y el hombre de confianza de los dueños.

Hace tres años que la familia Fabre no vuelve a la Argentina. Como calculan su huella de carbono, ya no viajan más en avión. Luego de que nazca su cuarto hijo, tienen pensado venir en velero desde Europa. “Hicimos un entrenamiento de una semana para poder viajar. Nos va a tomar 15 días llegar, pero vamos a estar unos meses allá”, detalló Gregorio, que precisó que piensan emprender el viaje el año que viene.

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