La Flor de Barracas, el rincón del sur de la ciudad que respira tango e historia
El sur de la ciudad de Buenos Aires respira tango e historia. Por avenida Suárez y Arcamendia, detrás de las estructuras abandonadas de viejas industrias fabriles, de la soledad de los galpones, de antiguos hospitales que consumen una cuadra tras otra, se erigen los vestigios de una grandeza de antaño. Nadie podría adivinar que en esa esquina La Flor de Barracas es mucho más que un simple café notable. Fundada en 1906, fue conocida como “La puñalada”, sus paredes atestiguan duelos a muerte y apuestas de época y en la memoria colectiva se sabe que era un espacio de disputa pero también de encuentro. Hoy “la puñalada” es un plato especial que piden los comensales para asestarle un hipotético puñal al hígado por su cantidad de carbohidratos. Agustina Díaz y Hernán Greco, sus nuevos dueños, se ríen de ese guiño al pasado en el menú, herencia de la gestión que los precede, los Cantini. Con un tango de fondo y un café de la misma marca árabe que se sirvió en el cafetero desde siempre, conversan acerca de este proyecto que trasciende lo gastronómico.
“Estamos seguros de que se puede trabajar en función de la cultura y no del espectáculo, la diferencia es que algo quede después, que se arme el debate, que el artista del barrio piense en ‘cómo me sumo’, que haya una jam o un fogón, todos tienen cabida”, dice Hernán, que nació en el barrio y sabe de la centralidad del espacio para los vecinos. “No tiene que ver con la taquilla sino con una decisión política desde donde pararse y ahí volvemos al sur, a las ganas de revertir la situación del status quo y encontrar nuevos difusores, nuevos intérpretes y nuevos autores que sigan contribuyendo a nuestra identidad”, asegura. Para Agustina -fotógrafa y gestora cultural- también se trata de algo más que de una restauración edilicia. “La idea es poner en valor y resignificar este espacio sin dejar de lado lo que fue pero teniendo en cuenta que somos un grupo de trabajo que se está haciendo cargo del lugar, que tiene sus formas y sus modos, es la primera vez que nos enfrentamos a la Flor”, cuenta.
Cuando arribaron, trajeron consigo otro proyecto cultural que funcionaba desde hace años de manera itinerante: Don Narciso. “Llegamos con nuestros 6 años de vida, con un montón de artistas que nos dan lustre y nos enfrentamos a 120 años de historia de La Flor, entendimos que el proyecto tiene que acogerse a lo que es verdaderamente histórico”, dice.
Pero hay cabida para todos y Don Narciso se volvió parte de La Flor, incluso en un espacio diferenciado. El salón del café mantiene su estética de época, de techo y ventanas altas, con espejos antiguos a lo largo de sus paredes, mesas, sillas y cartelería recuperadas. Incluso, fotografías del lugar que datan de 1916. Hubo que limpiar mucho, dice Agustina, para que en el piso brillaran los rombos de antaño. Detrás de aquel mostrador restaurado se erige una pirámide de botellas y frascos de vidrio originales, encontrados en el sótano. Al patio lo llamaron Arolas, como el bandoneonista y es una extensión más descontracturada del café que conserva la identidad y estética de una pulpería. Hay mesas y tableros de ajedrez, es un espacio donde también se hacen talleres. Pero en la esquina, por Arcamendia, se puede entrar a otro salón, con un pequeño escenario y una estética más moderna, azulada, allí funciona Don Narciso, un espacio para la música en vivo, cine, debates y encuentros. “El teatro era un espacio muy blanco, vacío, con algunas mesas o sillas, hubo que restaurar primero lo material y después tomamos una decisión extrema de cambio de color”, cuenta Agustina. En este punto, Hernán dice que el año de la fundación de La Flor, 1906, tiene que seguir viviendo en el espacio del cafetín. “Pero de ahí, en el otro espacio hay que tratar de ir lo más lejos posible en el tiempo, si lo podemos lo hacemos llegar a 2050”, asegura. Ambos espacios están conectados y pueden separarse por medio de una puerta de madera corrediza y cortinas que amortiguan el sonido. De esta manera, si hay un evento en Don Narciso, el café puede funcionar normalmente y, al terminar, los participantes podrían acudir al bar.
Hay flores que no son de plástico en cada una de las mesas. Son pequeñas, como nardos y para Agustina y Hernán, son parte de la búsqueda de identidad del espacio. Para conseguirlas, así como para restaurar el mobiliario y hacer las refacciones, buscaron alianzas con trabajadores y cooperativas de Barracas, como La Astilla y La Huella. “Los carpinteros que restauraron los muebles, los cocineros, incluso el profe de Ajedrez que es de Avellaneda aquí cerca, ellos creen en el barrio y en La Flor, la comprenden, porque después de tantos años hay que comprenderla”, dice Agustina. Y sigue: “Nos basamos en las redes que se arman y creemos que se retroalimenta porque somos parte del barrio, entonces cuando vemos una necesidad de hacer algo, activamos todas las puertas que hagan falta”. En este sentido, cuentan por ejemplo que a pocos meses de abrir el bar y con las elecciones presidenciales cerca, surgió la inquietud de conversar de política y dictadura con los adolescentes de la Escuela Normal que tienen enfrente, habituales parroquianos junto a sus familias. “Surgió proyectar películas, armar espacios para hablar y que los pibes cuenten con este lugar para preguntar o cuestionarse porque merecen tener un espacio”, dice Agustina. Se armó, entonces, un ciclo de cine gratuito donde se proyectó “Infancia clandestina” y se invitó al director, Benjamín Ávila, a conversar con los jóvenes.
Este espacio de actividades culturales y comunitarias se complementa también con música, talleres y gastronomía. También tienen planeado avanzar con un museo virtual que tenga digitalizadas las imágenes de época e historia del espacio ya que “mucha gente que viene a tomar un café o una noche a cenar queda resonando con algo de La Flor”, señala Agustina. Para Héctor, gestionar La Flor no se trata de solo programar una agenda de actividades. “Es sentarse a dialogar con el bar notable, preguntarle si necesita música, porque tal vez tiene un cliente cada 3 minutos como El Británico y no necesita un músico en la puerta, pero sí que le arreglen la vereda”, asegura. Y concluye: Ahora es el tiempo de los espacios de encuentro y de abrazos y de miradas, de eso va un centro cultural en el que pasan otras cosas”.