Nadie, el vecino poeta que abrió la primera librería de la villa 31
Se llama Nadie. Recuerda que de chico su nombre le trajo problemas, que sus amigos de Chosica, Perú, lo molestaban diciendo «Nadie hizo esto» o «Nadie sabe», y que, en ese entonces, anhelaba llamarse de otra manera.
Pero un día, un amigo de su padre le reveló la principal incógnita de su infancia: antes de que él naciera, su progenitor había buscado inspiración en la Biblia para elegirle un nombre. Como no le gustó ninguno, abrió la Odisea de Homero. Al llegar al canto IX, leyó que Ulises se hacía llamar Nadie para confundir al cíclope Polifemo, y decidió que así iba a nombrar al niño que estaba en camino. Desde entonces, Nadie se apasionó por la mitología, el género que le hizo conocer la literatura. Y nunca más dejó de leer.
Ese humilde y curioso niño, Nadie Huamán Rojas , tiene ahora 55 años y es el único librero de la villa 31. Empezó a vender libros en la planta baja de su casa hace ocho meses y, según cuenta, con eso «le alcanza para comer y vivir». A pesar de que todavía no le ha puesto nombre a la librería, dice que seguramente se va a llamar igual que su dueño.
Rojas llegó al país solo, en 2007, y trabajó como obrero en Constitución durante los primeros años. En sus tiempos libres se acercaba a la feria de la villa 31 y vendía todo tipo de objetos. Como le empezó a ir bien, decidió dedicarse a eso y quedarse a vivir ahí. Luego, empezó a venderlas en un local.
Un día, mientras veía pasar a los cartoneros con sus carros cargados, notó que algunos llevaban libros. Libros que, poco tiempo después, iban a ser reciclados y convertidos en papel. «Decidí salvarlos -cuenta con una sonrisa-. Comencé a comprarlos y a venderlos en mi comercio.»
Desde ese entonces, su local cambió: Rojas sacó para afuera los inodoros, las bachas, los hierros y demás objetos que tenía y los reemplazó por bibliotecas repletas de libros. Hoy estos ejemplares y las múltiples láminas y cuadros antiguos que cuelgan del entrepiso, también traídos por los cartoneros, se entrecruzan unos con otros e impiden que la pared vea la luz.
El negocio, según Rojas, es conveniente para ambas partes: los cartoneros logran vender algunos de los ejemplares que encuentran en la basura, o en las casas que se mudan, y él, por su parte, no tiene que moverse para comprar ejemplares. «Ellos ya saben que les compro así que me los acercan acá y yo selecciono los que creo vendibles. Hoy, uno me trajo estas dos cajas», dice, y apunta hacia los paquetes de libros que aún están en el piso. Luego sube la mirada hacia uno de los estantes laterales en donde, dice, había una versión de La rebelión de las Masas , de José Ortega y Gasset, que quiere mostrar. «En Perú me recorría todas las librerías buscándolo y no lo encontraba. Acá, en cambio, ya me trajeron como seis ejemplares», cuenta.
El librero aún vende todo tipo de objetos. Dice que todavía las demás cosas se venden más que los libros. Sin embargo, aclara, cuando despliega los bancos con literatura a la calle y hace feria, las ganancias se multiplican. Los más vendidos son los escolares y después los de autoayuda.
«Siempre me interesa ver las distintas tendencias de lo que se vende», cuenta. En febrero, por ejemplo, notó que mucha gente se acercó a pedir la novela El Coronel no tiene quién le escriba , de Gabriel García Márquez, y, según intuye, esto está relacionado con el comienzo del año escolar. Le gusta, también, cuando las cajas de libros que llegan le permiten imaginarse a su dueño original. «Muchas veces, me llegan algunas que están repletas de libros de medicina o de derecho, y me imagino al doctor o al abogado que los tuvo. Ésta, por ejemplo, me llegó ayer. Tiene todos libros de teoría y táctica militar».
Rojas conserva este tipo de libros académicos porque, según cuenta, también recibe compradores externos a la villa 31, que se acercan especialmente por los precios. La ubicación de la librería les es conveniente: queda sobre el paseo comercial de la villa, en la manzana 109, a pocos metros de Retiro. «Yo vendo el Código Procesal Penal, este que tengo acá, a 100 pesos, y afuera se consigue carísimo», explica. Los precios de sus libros, tanto de los que parecen nuevos como los que claramente son usados, varían entre 20 y 100 pesos.
A su vez, Rojas no ha perdido el hábito de la lectura. Dice que suele leer algunos de los libros del local y que su principal anhelo es abrir un café literario ahí adentro. «Ayer vino un señor elegante a llevarse un montón de libros antiguos y, cuando me di cuenta, se estaba llevando uno peruano muy viejo. Me dio una lástima dárselo sin haberlo leído primero. Pero bueno. Lo dejé ir».
Nadie también escribe novelas y poemas. Su pasión por la escritura comenzó cuando era niño. Su madre, que provenía del interior de Perú y hablaba quechua, era analfabeta. Ella le pedía a su hijo, ya escolarizado, que le tradujera y le escribiera su correspondencia. Años más tarde, en 1983, ella lo envió a la escuela naval.
«Eran épocas complicadas en el Perú. Estaba Sendero Luminoso dando vueltas, y por eso nos mandaban a patrullar montañas», explica. Un día, durante la recorrida, Rojas conoció a un niño cuyos padres guerrilleros estaban muertos. El huérfano pasó todo el día junto a él pero nunca más se volvieron a ver. «Ese pequeño me transmitió tanta melancolía que decidí escribirle una carta en forma de poema. Esa pieza, la primera, tuvo bastante revuelo, pero enseguida me la censuraron porque pensaban que era revolucionaria. No lo era», dice.
Hasta la fecha, Rojas tiene escritas cuatro novelas y una recopilación de poemas. En La grandeza del inmigrante , de 2015, narra a partir de la nostalgia y el desarraigo las distintas situaciones que viven las personas de nacionalidad extranjera que residen en la villa 31. La novela fue publicada por la editorial Red Artística Sudamericana y, desde entonces, Rojas ha sido invitado y ha participado cuatro veces del Encuentro Internacional de Escritores, Poetas y Artistas.
«Para escribirla, me inspiré en el barrio, en los crímenes, las drogas, las injusticias y también en la gente que se esfuerza para mejorar. Cada mañana, desde el local, veo cómo las personas salen rápido del barrio, una tras otra, para ir a trabajar. Ellas cambian la dirección de su DNI para conseguir trabajo. Yo también lo he hecho», dice, y muestra con su mano la salida del barrio y el comienzo de la terminal de colectivos de Retiro , que se divisa a lo lejos.