El Jockey Club, el lugar de la elite porteña donde las mujeres no podían ser socias
La noche del 30 de septiembre de 1897 tiraron la casa, o el club, por la ventana. Fue una fiesta que todo porteño portador de doble apellido, o de origen patricio, no se quiso perder. Quedaba inaugurada la sede del Jockey Club, en la calle Florida, entre Lavalle y Tucumán, una institución que había nacido en una inspiración parisina de Carlos Pellegrini.
Hijo de un profesional francés contratado por Bernardino Rivadavia para el desarrollo de un plan de obras públicas Pellegrini, nacido el 11 de octubre de 1846, peleó en la Guerra del Paraguay y luego se recibió de abogado. Perteneciente a la aristocracia local, con su esposa Carolina Lagos Mármol viajaban juntos al exterior. Como a él le decían el Gringo, a ella le quedó la Gringa. El siempre aclaraba que, si bien su apellido era italiano, su padre era francés y su madre llevaba sangre inglesa.
Pellegrini era un masón que de joven se había involucrado en el Partido Autonomista de Adolfo Alsina, y entonces soñaba con modernizar a la ciudad de Buenos Aires.
Cuando con un grupo de amigos asistió al derby de Chantilly, zona histórica por la cría de caballos a 40 kilómetros de la capital francesa y cuyo hipódromo data de 1834, se le cruzó la idea. Era 1876 y en medio de un almuerzo en el afamado restaurant parisino Foyot, abierto desde 1848, les comentó a Miguel Cané, Pedro y Enrique Acébal y Remigio González Moreno su proyecto de fundar un club orientado a la mejora de la cría de caballos de carrera y que regule la actividad turfística nacional. Pero eso sí: transformarlo en un centro social de categoría, exclusivo, único, como lo eran los clubes europeos que entonces frecuentaba, al que solo ingresarían hombres de la alta sociedad.
El Club del Progreso, nacido en 1852 en el desahogo de poder reunirse con quien se quiera cuando cayó Juan Manuel de Rosas, abrió un nuevo proceso de socialización del porteño y fueron quedando en el pasado las famosas tertulias en las casas de familia. Con las transformaciones económicas en el campo a finales del siglo 19, apareció una nueva clase enriquecida con el sistema agrícola ganadero que no solo hizo surgir las mansiones en el campo, sino que se puso de moda determinadas costumbres aristocráticas, como la cría de caballos de raza. Los primeros studs surgieron en estas tierras por 1873. Ese estanciero modernizador y aristocrático, que se encumbraba en la cima de la sociedad, necesitaba un club acorde.
Fue fundado el 15 de abril de 1882 y los primeros años funcionó en un local alquilado. Su primera comisión directiva estuvo compuesta por su presidente, Carlos Pellegrini; Eduardo Casey era el vice; Santiago Luro, tesorero; Carlos Rodríguez, secretario, mientras que los vocales fueron Emilio Casares, Nicolás Lowe, Tomás Duggan, Emilio Nogués, Anacarsis Lanús, Juan Shaw (h) y Bernabé Castex. Eran, entonces 143 socios.
A medida que el número de socios creció, surgió la necesidad de tener una sede propia. Se compró un terreno sobre Florida 559 y la construcción del imponente edificio, ideado por el arquitecto austríaco Manuel Turner, aunque luego totalmente modificado por el ingeniero local Emilio Agrelo, demoró nueve años. Con muebles y todo costó tres millones de pesos.
Se transformó en el faro cuyos haces de luz solo alumbraban a los estancieros devenidos en aristócratas o los que exhibían portación de apellidos ilustres o patricios. Cumplían el sueño de organizar carreras a la inglesa, tal como veían en sus largas estadías en Europa, hacia donde se miraba entonces.
Pellegrini se ocupó hasta de los mínimos detalles. Contó con la colaboración de amigos que paseaban por Europa, que le mandaron cortinados, alfombras, panoplias y arañas. Se dice que su obsesión fue la escalera central y para que se destacase, compró la Diana Cazadora, de Alexander Falguiere, una escultura que fue colocada en el descanso principal y que aún es un símbolo de la institución.
En 1883 el club tomó a cargo la administración del Hipódromo Argentino, que funcionaba desde el 7 de mayo de 1876 entre el Parque Tres de Febrero y los llamados alfalfares de Juan Manuel de Rosas. Ese día las diez mil personas que fueron lo hicieron en tranvía, en tren -que no dio abasto a pesar de los 50 vagones extra que incluyó- y que paraba en la estación Hipódromo. El valor de la entrada era la mitad de lo que cobraba un obrero por un día de trabajo.
El club impuso un nuevo reglamento de carreras que homogeneizó las competencias en todo el país. Se trabajó en el perfeccionamiento de la raza a través de la creación del Stud Book, un registro genealógico de los pura sangre introducidos o nacidos en el país. Tuvo todo a favor: estancieros millonarios que contribuyeron y el favor especial del gobierno de turno. El presidente Julio A. Roca dispuso, solo por 1883, la asignación de una partida especial del Presupuesto Nacional destinada al fomento y mejoramiento de la raza caballar.
Las carreras se transformaron en un espectáculo popular y a la vez elegante, donde se concurría a disfrutar de los caballos, a ver y a ser visto. En 1912 el hipódromo llegó a vender un millón de entradas.
El otro gran proyecto del club fue la construcción de un nuevo hipódromo en San Isidro, en 316 hectáreas compradas en abril de 1926. Fue inaugurado el 8 de diciembre de 1935.
La elección de su presidente se había transformado, a principios del siglo veinte, en una cuestión casi nacional, en la que se involucraban desde el presidente del país para abajo. En los comicios de 1902, Roca hizo traer a socios del interior y hasta levantó a enfermos de sus camas. Los resultados se conocían a la una de la mañana.
Una norma no escrita establece que no haya mujeres socias, una cuestión que la justicia intenta hoy revertir: la Inspección General de Justicia determinó el pasado 24 de junio que el Jockey Club debía respetar la diversidad de género y admitir mujeres en su comisión directiva.
La costumbre llega desde los tiempos de su fundación, donde la mujer estaba relegada a tareas de organización del hogar. Históricamente, los socios, cuyas solicitudes deben ser presentadas por pares, deben acusar un comportamiento honorable, ser educados, no deben protagonizar escándalos, y asistir de traje y con corbata. Nació como un reducto donde se hablaba de caballos, de deportes y de cultura, pero no de política y se diferenciaba del Club de Armas, fundado el 1 de junio de 1885 como Club de Esgrima, donde su razón de ser era la práctica con armas.
La página negra de la entidad fue el 15 de abril de 1953 cuando fue incendiado y destruido, producto de la profunda grieta entre peronistas y antiperonistas. El gobierno, rotulando el club como un lugar de “oligarcas”, había hecho instalar en la puerta un puesto de pescado. Cuando estallaron dos bombas en Plaza de Mayo en medio de una concentración en la que hablaba Juan Domingo Perón, se encendió la mecha de la furia. Cuando la gente reclamó “¡Leña!”, Perón preguntó por qué no empezaban a darla. De esta manera, como respuesta a la muerte de 6 personas y 90 heridos sucumbió, ante las llamas y la actitud pasiva de los bomberos y policías, la sede del partido Socialista, y fueron dañados la Casa Radical y la sede del Partido Demócrata Progresista.
Pasados unos minutos de la medianoche, pudieron entrar al Jockey Club por una ventana que daba a la calle Tucumán. Rompieron todo, empezando con la escultura de la Diana Cazadora, que rodó escaleras abajo. El incendio que provocaron destruyó la valiosísima pinacoteca, que incluía a dos Goya y de otros artistas como Monet, Sorolla, Bouguereau, Favretto y nacionales como Quinquela Martín, Fader, Aquiles Badi, entre tantos otros. Misma suerte corrió su biblioteca, que fue visitada por Isabel de Borbón, Georges Clemenceau, Teodoro Roosvelt, Guillermo Marconi, Anatole France y el Príncipe de Gales, futuro rey Eduardo VIII.
En mayo de ese año el club fue disuelto y la administración de los hipódromos pasó al Estado. Recuperaron su personería en 1958 y recomenzó su actividad en una casa de Cerrito 1353 y en 1966 se compró la casa de la avenida Alvear 1345, propiedad de Concepción Unzué de Casares.
Magullada y todo, la Diana Cazadora sigue dando la bienvenida al visitante, esa joya escultórica traída por Pellegrini, al que le decían “gringo” pero que insistía en que tenía sangre francesa.