El Tortoni, un café con historia (e historias)
El Gran Café Tortoni es nuestro café de bandera. Todos tenemos un café preferido, pero al momento de describirnos como sociedad cafetera lo incluimos de manera insoslayable en un podio.
Es el café de la ciudad más viejo que sigue en operaciones. Abrió en 1858, aunque en otra locación. Ocupó la esquina noroeste de Esmeralda y Rivadavia. Su propietario fue un francés llamado Jean Touan quien le copió el nombre al Tortoni de París. A principios de los ‘80 se mudó a media cuadra, en Rivadavia 826. Esa dirección fue, por un tiempo, su única puerta de entrada.
Está claro que el Tortoni ya no es un café. No lo es en tanto su dinámica cotidiana. Es un templo. A falta de pirámides de civilizaciones prehispánicas o cuevas pintadas por manos de pueblos originarios, en Buenos Aires mostramos cafés históricos. Entonces si en Buenos Aires el café es religión, el Tortoni vendría a ser nuestra Basílica de San Pedro o Templo de Jerusalén o Mezquita de no sé dónde.
Cuando en 1884 se proyectó la apertura de la Avenida de Mayo, la obra partió en dos las manzanas cuadradas entre las calles Victoria -actual Hipólito Yrigoyen- y Rivadavia. El tajo ajeno a la cuadrícula original provocó la formación de nuevas manzanas, más pequeñas y de formato rectangular. Los fondos del Tortoni quedaron prácticamente en la línea municipal del inédito dibujo urbano. Fue entonces que su propietario convocó al arquitecto noruego Alejandro Christophersen -diseñador del Palacio Anchorena, en la actualidad Palacio San Martín, sede protocolar de la Cancillería- para que rehiciera una nueva fachada sobre la primera Gran Avenida construida en la ciudad. La inauguración fue el 26 de octubre de 1894. En su recuerdo la Legislatura porteña -Ley 511 del año 2000- declaró la fecha como el Día de los Cafés de Buenos Aires.
El Gran Café Tortoni ocupa la planta baja -más el sótano- de un edificio de tres pisos de alto con balcones franceses que alberga en su primer nivel a la Academia Nacional del Tango. La planta del Gran Café Tortoni dispone de un gran salón más tres pequeñas salas que dan sobre Rivadavia: la Alfonsina Storni, la César Tiempo y la Eladia Blázquez. Esta última era el sector donde se jugaba al billar.
El ambiente del lugar expresa lo mejor de la Belle Époque de una Buenos Aires que se autopercibió Capital Imperial. A lo largo de la Avenida de Mayo, y calles de cercanía, abrieron cafés y confiterías elegantes de tamaños desmesurados para la población existente. El Tortoni, por caso, brindaba a sus clientes cien mesas de roble y mármol más unas cuatrocientas sillas y sillones. El mismo mobiliario que luce hoy.
En el subsuelo funcionó entre 1926 y 1943 la renombrada Peña del Tortoni, reunión de gentes que lideró Benito Quinquela Martín. Mucho más acá en el tiempo fue el estudio desde el cual Alejandro Dolina transmitió durante muchos viernes su programa: La venganza será terrible.
Puede afirmarse que la totalidad del iluminismo vernáculo conformado por sus más afamados artistas, políticos, científicos y personalidades de la cultura, lo visitaron. Enumerarlos sería publicar una lista infinita. Prefiero dejar constancia de una historia que no remite a la “civilización”. Por el contrario, nos enfrenta con nuestra “barbarie”. Porque lo que contaré en las próximas líneas es la historia de un indio.
A principios del siglo XX Rosaura era una joven que frecuentaba el Gran Café Tortoni cada vez que iba de compras a la Casa Wright, un prestigioso bazar inglés situado sobre la Avenida de Mayo 853. En el lugar se compraban regalos y se hacían listas de casamientos de la clase alta porteña y estaba a metros del Tortoni. Rosaura siempre salía de su palacio en compañía de Casimiro, un ranquel de sólo 15 años, pero con la adultez de su destino marcada en el rostro. El indio había caído prisionero durante una de las últimas avanzadas militares que llevó el nombre de “Conquista del Desierto”. Algunos de los nativos atrapados fueron traídos a Buenos Aires y repartidos para servir en las casas de las familias conquistadoras.
Casimiro, por ejemplo, fue enviado a la casa paterna de Rosaura. Y pronto se le asignó la tarea de asistente y protector personal de la muchacha. En poco tiempo Casimiro pasó a desenvolverse dentro de confiterías, teatros y salones de los clubes sociales más exclusivos, tan bien como lo hacía en su toldería. De entre todos éstos, no había sitio en la ciudad donde se sintiera tan a sus anchas como en el Tortoni, cuando acompañaba a su protegida. Su salón plano y extenso, el largo pasillo de doble salida a dos calles. Todo le recordaba a su ilimitada pampa. Pero, además, en el Gran Café, tenía la oportunidad de poner en práctica su mayor don como ranquel: la vista.
Rosaura le conocía esta capacidad genética al indio y la utilizaba para su beneficio. La fortuna que Rosaura iba a heredar, sumada a las extensas tierras que la familia incorporó a su patrimonio a partir de la “Campaña”, era incalculable. Conquistar a la hija del Conquistador mediante un casamiento era el más provechoso de los negocios que una Argentina rica y próspera ofrecía. Alertado, el padre de Rosaura le encomendó al indio un trabajo que sabía que lo haría como ningún otro. La tarea de Casimiro era la de “marcar”. No bien un caballero entrara por cualquiera de las puertas el indio lo relojeaba a la distancia. De esta manera alertaba a su protegida de los reales propósitos del recién ingresado. Quiénes presentaban su saludo con genuina cortesía y cuáles escondían sospechosos intereses. En la pampa el humo es traicionero. Se lo ve desde lejos. Los indios libres supieron ejercitar la visión para descubrir a la distancia: actitud, semblante e intenciones.
En una de sus tantas visitas al Tortoni ocupaban una de las mesas centrales del salón, justo frente a la barra. Mientras observaba una partida de billar parado sobre la silla -los ranqueles se paraban sobre el lomo de sus caballos para ver más lejos- Casimiro sintió el aire fresco que la puerta vaivén dejó pasar, una brisa húmeda que atravesó Plaza de Mayo y avanzó sin oposición por la nueva y ancha Avenida que corría de este a oeste. Quien había hecho su ingreso al Gran Café Tortoni era un caballero que venía con una niña de la mano. El ranquel se tomó un segundo de más para confirmar el dato. Luego se sentó en su silla. Como toda devolución bajó la vista llevando su quijada al pecho. Era la señal.
El negacionismo de la clase dominante nunca permitió que esta historia trascendiera. A mí me la contaron en 2004 en un hospedaje de ruta en las afueras de Santa Rosa, La Pampa, a cientos de kilómetros de las mesas del Tortoni. Volvíamos con Gabyn, mi compañera, en auto desde el sur. Acabábamos de dejar atrás el cruce del desierto. Buscábamos una buena ducha, un plato caliente y una cama reparadora. Afuera la noche era fría y sin luna. La ruta estaba vacía. Propia de una jornada de mitad de semana fuera de temporada. La oscuridad absoluta. Desde lejos una flecha de neón nos indicó el deseado destino. Agradecí al cielo la piadosa consideración de quien se ocupó de señalar lo invisible. No abuso de intención dramática al decir que éramos los únicos huéspedes. Era así. Jacinto, el dueño del hospedaje nos mostró la habitación y anunció el plato de cena. Luego de bañarnos fuimos por la comida. En la sobremesa, no pude con mi curiosidad de saber más sobre Jacinto y su historia de vida. Ahí fue que me contó que era nieto de la relación que el indio Casimiro, su abuelo, había iniciado con la niña que iba de la mano de su padre aquella mañana en el Tortoni.