El día que desapareció el Río de la Plata en 1792

El viernes 29 de mayo de 1792 ocurrió uno de los fenómenos meteorológicos más extraños de todos los tiempos. A pesar de ser un día apacible sin nubes, un viento Pampero sopló con intensidad durante todo el día. Tanta era la violencia del viento, que logró modificar las actividades de Buenos Aires. Los vendedores se vieron imposibilitados de acudir a la Plaza. Los ambulantes también suspendieron sus recorridas y los que necesitaban realizar trámites postergaron sus planes. Las calles eran intransitables, ya que el Pampero impedía que caballos, carretas y peatones se desplazaran.

En las primeras horas de la tarde, los pocos que habían desafiado a la naturaleza y rondaban las calles, optaron por encerrarse en sus casas y ese 29 de mayo Buenos Aires fue una ciudad fantasma. El Pampero siguió soplando toda la noche y a la mañana siguiente volvió la calma. Sin embargo, los primeros en salir de sus casas descubrieron que el inmenso Río de la Plata, el gran vecino de los porteños, había desaparecido.

Restos de barcos hundidos era todo lo que ofrecía a la vista aquel extenso lodazal. Algunos charcos se dibujaban hacia el horizonte y nada más. Despertaron al virrey Arredondo, quien dormía en el fuerte. Un par de vecinos llegó a la casa del alcalde de Primer Voto -el juez de las causas civiles-, don Francisco Buendía. El alcalde cabalgó hasta la orilla, comprobó el fenómeno, voló al Cabildo y convocó de urgencia a todos los capitulares. El 30 de mayo de 1792, a las nueve de la mañana, Buendía y el resto de los funcionarios se sentaban a debatir la desaparición del Río de la Plata.

Mientras ellos alternaban el debate y la salida al balcón para mirar si aparecía, las torres de las iglesias se veían colmadas de curiosos que afilaban la vista y trataban de encontrar una respuesta al dilema. Don Martín de Sarratea pidió la palabra en la sesión del Ayuntamiento. Propuso enviar a dos de sus empleados a caballo por el cauce. Los cabildantes aprobaron la moción y en pocos minutos, Francisco Herrera y Tomás de Balenzategui galopaban hacia el sur, bordeando la orilla.

Sin señales del río, a la altura de Quilmes optaron por dirigirse hacia el este. Luego de varios minutos de marcha alcanzaron una pequeña corriente. La cruzaron y siguieron hacia la Banda Oriental, con apenas algo más que un metro de agua. Mucho más adelante, cuando la Colonia del Sacramento ya tomaba forma ante sus ojos, se toparon con una correntada importante que los intimidó. Se hallaban debatiendo cómo hacer para cruzarla cuando divisaron un caballo que avanzaba con esfuerzo desde el otro lado, luchando contra la corriente. Descubrieron a un paisano, aferrado al cogote del animal, intentando mantenerse encima. Lo alentaron para darle ánimo y el jinete alcanzó, con mucho trabajo, la tierra firme que pisaban los porteños.

Herrera, Balenzategui y el uruguayo, los únicos tres jinetes en la historia que se reunieron en el medio del cauce del Río de la Plata, resolvieron regresar a Buenos Aires. Iban al trote, pero notaron que cada vez había más agua y tuvieron que galopar. El río reaparecía y se les venía encima. Espolearon sus caballos y, exhaustos, alcanzaron la costa de Quilmes, cuando el río ya les mojaba las botas.

Entraron a Buenos Aires. Buendía y compañía habían suspendido la reunión. El Río de la Plata volvió a estar donde todos esperaban que estuviera.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *