Lo que hay debajo de la 9 de Julio
Hacia 1930 se construyó la Avenida 9 de Julio, símbolo indiscutible de Buenos Aires. Debajo del asfalto «más ancho del mundo» hay una ciudad paralela que muy pocos conocen.
Por su historia, uno creería que debajo hay toneladas de restos arqueológicos. Fragmentos de cacharros, huesos y monedas: objetos cotidianos capaces de narrar la vida anterior a las topadoras y el asfalto. Pero no. Debajo hay talleres, oficinas, usinas eléctricas, comercios: lugares que funcionan discretamente bajo el suelo mientras por arriba pasan 10.000 autos por hora. Recorrer esos lugares es, si tal cosa fuera posible, hacer una arqueología del presente. Levantar las tablas y mirar la ciudad que late del otro lado del cemento como un corazón delator.
Puesto Central de Operaciones del subte
Julio Urtasún es el jefe del Puesto Central de Operaciones (PCO) de Metrovías, el lugar desde donde se monitorea permanentemente el movimiento de cuatro de las seis líneas del subterráneo de Buenos Aires. En este sitio, que tiene su ingreso por una plazoleta de la 9 de Julio (la empresa prefiere no dar su numeración exacta), 28 supervisores repartidos en cuatro turnos de seis horas miran constantemente el diagrama de las vías, donde se ven, en tiempo real, los trenes moviéndose como en un videojuego. Procuran que haya una distancia segura entre las unidades y, al mismo tiempo, que estén lo mejor distribuidas posible a lo largo de todo el recorrido: «Arman la calesita». De noche el trabajo sigue, controlando las tareas de limpieza y mantenimiento en cocheras y talleres, preparando el servicio de la mañana.
Detrás de la sala oscura hay un pasillo y, al fondo, una usina eléctrica que alimenta un tramo de la línea C. Una puerta cerrada con llave da acceso a un túnel cilíndrico, del marrón oxidado de la tierra y la profundidad, por donde salen los cables que desembocan en las vías.
De pie en medio del túnel, apenas iluminado por un reflector que parece convertir su rostro anguloso en una pintura de Rembrandt, Julio Urtasún percibe un ruido que, como el de esos silbatos ultrasónicos, escucha solo él. «Ahí viene el minotauro», dice.
Recién entonces se hace perceptible un susurro metálico y, en menos de un minuto, los vagones que pasan obturan el fondo del túnel, lo barren a toda velocidad.
Veinte escalones arriba, a la luz de un mediodía brillante en la superficie de la ciudad, estos relatos se disuelven, y hasta suenan ingenuos. Acá abajo, en el silencio de los túneles como cavernas embrujadas, hay mucho más espacio para la duda.
Subestación eléctrica Carlos Pellegrini
La madeja de cables de la subestación eléctrica Carlos Pellegrini.La madeja de cables de la subestación eléctrica Carlos Pellegrini. Fuente: Brando – Crédito: Sebastián Pani
Somos incapaces de oler la electricidad, o de verla. Y los que desconocemos los detalles íntimos de su funcionamiento aprendemos a asimilarla como algo que existe sin mayores sofisticaciones: es eso que alimenta nuestros enchufes, que expulsa luz desde nuestros interruptores. Pero acá, sepultados varios metros bajo la Avenida 9 de Julio, la electricidad existe con todos sus tecnicismos. Acá viene acompañada de conductores y aislantes y bobinas, y vuelve a ser lo que es: un flujo de energía que necesita procesos y conversiones para llegar a los hogares transformada en un insumo doméstico, manipulable.
Se bajan cuatro niveles por escalera para llegar al más subsuelo de los subsuelos: un pabellón de cemento ocupado por una madeja de cables que son el comienzo y el final de todo el proceso que ocurre acá, en la subestación eléctrica Carlos Pellegrini. Los cables gruesos y rojos traen la energía que se genera en lugares como la central térmica Costanera o la represa hidroeléctrica El Chocón en alta tensión: 132.000 voltios. Los cables blancos, que son más finos y mucho más numerosos, recorren el camino contrario: sacan para su distribución en hogares y oficinas la energía ya transformada en media tensión: 13,2 voltios.
No es habitual que las subestaciones eléctricas estén bajo tierra, pero cuando esta se construyó ya existía el centro de Buenos Aires y no había cómo alimentarlo ni dónde construirla.
Las paredes del lugar son de hormigón armado y su color deslucido delata los muchos años que pasaron desde que la Compañía Ítalo Argentina de Electricidad (CIAE) las levantó, en la década de 1970. No es habitual que las subestaciones eléctricas estén bajo tierra, pero esta sí, porque entonces, cuando se construyó, el centro de Buenos Aires ya era el centro de Buenos Aires y no había dónde poner la mole eléctrica, ni cómo alimentarlo sin una.
Las torres de alta tensión se encuentran en el tercer subsuelo y los transformadores -que son tres y la pieza central del proceso-, un nivel más arriba, en el segundo subsuelo. Cada transformador tiene una potencia de 40 MVA (120 MVA entre los tres), lo que para la mayoría de los mortales no significa nada, pero a los fines prácticos resulta suficiente para procesar la energía que alimenta a casi 25.000 clientes del barrio de San Nicolás, entre los que se cuentan oficinas de gobierno, teatros, bancos, el Colegio de la Magistratura.
En el primer subsuelo, hay una oficina, un baño y su mingitorio, un pequeño vestuario. Cosas que eran más útiles antes que ahora, que ya no hay un guardia de manera permanente y, a menos que algo falle, todo se maneja en forma remota. Hay que imaginarse cómo transcurren las horas en este sitio: cientos de yuntas y engranajes zumbando día y noche en el subsuelo vacío, deshabitado, a oscuras, mientras por arriba la gente entra y sale de la ciudad, camina chocándose entre ella.
Línea C
Si usted alguna vez estuvo en la estación de subte Independencia, de la línea C, es probable que no haya notado que subió y bajó escaleras que lo recubrieron con la leyenda: «Solo Dios es vencedor», el lema del extinto reino nazarí de Granada. Para notarlo, tendría que saber árabe o, al menos, conocer el origen de esos cerámicos tornasolados que visten las paredes de la estación.
La línea C, que va de Constitución a Retiro, es la única que sigue el curso por debajo de la Avenida 9 de Julio, aunque otras cuatro la cruzan en alguno de sus puntos. Fue construida en 1933 por la Chadopyf: la Compañía Hispano Argentina de Obras Públicas y Finanzas, con sede central en Madrid. El conde de Guadalhorce, un noble español que presidía la firma, decidió entonces decorar las estaciones de la línea con paisajes de ciudades españolas y motivos mudéjares, herencia de los tiempos en que los árabes dominaron parte de la península ibérica.
«Esas mayólicas son de 1934 y fueron hechas por las mismas casas de artesanos que hicieron las de la Plaza de España, en Sevilla», dice el historiador Eduardo Lazzari, especialista en la ciudad y presidente de la Junta de Estudios Históricos del Buen Ayre (Jehba), desde su despacho en la torre del palacio Barolo. » Es uno de los patrimonios subterráneos más importantes que tiene América del Sur y nosotros no le damos ninguna bolilla».
1.650 vehículos
Es la capacidad total de los tres estacionamientos que hay debajo de la avenida. Uno, ubicado entre Perón y Sarmiento, alberga actualmente una playa para vehículos retenidos por infracciones y una terminal de combis por donde circulan 65.000 personas por día.
Talleres del Teatro Colón
Entre las calles Viamonte y Tucumán hay una plazoleta copada por unas ventilaciones muy fáciles de ignorar. Pero si, como dice la frase, «quien no sabe lo que busca no entiende lo que encuentra», quien busca locaciones subterráneas entiende que eso es un indicio. Esas ventilaciones son el patio interno que da luz a los talleres subterráneos del Teatro Colón: tres subsuelos que se extienden debajo de dos carriles de la avenida, en un laberinto circular de mesas de trabajo y depósitos donde se construye y almacena todo lo que sube a escena: desde los bocaditos de telgopor que simulan un banquete hasta los zapatos de los artistas. El Teatro Colón es uno de los pocos del mundo que realiza íntegramente su producción y el cuerpo escenotécnico que lo hace posible está conformado por 400 personas, repartidas en 18 disciplinas que incluyen desde herrería teatral hasta escultura y peluquería.
Los talleres no fueron parte del proyecto original del teatro, se construyeron mayormente a fines de los 60; por eso, tienen una estética moderna: paredes de venecitas blancas y piso de cerámicos rojos donde puertas metálicas dan acceso a los distintos sectores. Un cartel gris dice «Peluquería y caracterización» y, adentro, sentados en mesas rectangulares, hombres y mujeres peinan pelucas con la concentración de quien escruta en el microscopio una probeta. «Se cose pelo por pelo en un tul de implante, con pelo natural. También se usa mucho el pelo de yak, un búfalo de Asia, que importamos y es carísimo, pero es material bueno», explica María Cremonte, directora del cuerpo escenotécnico del Teatro Colón, mientras acaricia la barba gris de una cabeza de telgopor. Sobre la mesa, otra cabeza exhibe una barba candado que lucirá el príncipe de Persia de la siguiente ópera que se estrenará: Turandot.
Dentro de los talleres rige un orden marcial. Cada disciplina se organiza en torno a siete categorías: jefe, segundo jefe, supervisor, oficial de primera, oficial de segunda, oficial de tercera y auxiliar. La gran mayoría de quienes trabajan en el Colón entraron como auxiliares y se especializaron dentro del teatro, aprendieron de sus maestros, o incluso de sus padres: hay familias enteras de artesanos. Solo cuando un cupo no se logra cubrir con un concurso interno, la convocatoria sale a la superficie. Una de esas excepciones trajo a Federico Zaffaroni, que ingresó directamente como segundo oficial de zapatería luego de haber aprendido el oficio con un artesano italiano en La Plata. «Ahora estamos renovando, para Turandot, todo el coro en zapatos del medioevo para varones. Son unos 50 pares hechos desde cero: se arranca con el rollo de tela, se corta, se cose», dice. Zaffaroni no puede precisar cuánto tiempo tardan en preparar un título porque nunca trabajan en una sola cosa.