La Puerto Rico, bar notable de la ciudad
Cuentan las crónicas urbanas que en noviembre de 1887 Gumersindo Cabedo inauguró un bar sobre la calle Perú al que llamó “La Puerto Rico”, en homenaje a la isla caribeña donde había pasado su juventud. Hacia 1925 el emprendimiento se mudó a su local definitivo en el 400 de Alsina, pero en la saga finisecular cambió de dueños hasta quedar en manos de Manuel Vázquez y su esposa Esther, quienes lo atendieron con esmero durante las últimas tres décadas.
Sin embargo, una serie de contratiempos familiares y otros episodios siniestros (la pandemia) apuraron el cierre de este bar notable que cada mañana impregnaba la vereda con su olorcito a café recién molido, pues desde su fundación aquí se le rindió culto a esta bebida universal. En diciembre pasado finalmente levantaron la cortina y una resurrección mejorada lo devolvió al circuito de bares históricos de Buenos Aires: “Vuelve La Puerto Rico”, anunciaba su flamante perfil de Instagram.
“En este reciclaje y puesta en valor vemos que se tomó la feliz decisión de volver a los orígenes, tanto de su ambientación como de su propuesta gastronómica. Como todo bar antiguo, La Puerto Rico, que está pronta a cumplir 100 años, debió atravesar variadas modificaciones y reformas para ir adaptándose a los cambios de época”, explican los responsables del Estudio Pereiro, Cerrotti & Asociados, arquitectos que también estuvieron al frente de la titánica recuperación de La Ideal, además del Petit Colón y La Giralda, entre otros iconos de la ciudad.
Como bien advierte la expresión “puesta en valor”, allí están a nuevo la clásica fachada revestida en granito negro con sus toldos y letras en rojo; la vidriera decorada (ya sin el muñeco), la puerta de doble hoja; por dentro, los visitantes notarán el cielorraso iluminado por cristales con motivos caribeños y, a golpe de vista, el salón parecerá más amplio y luminoso.
Ahora se destacan el piso de mosaicos graníticos con sus dibujos tropicales, las columnas de hierro que mantienen el estucado original y los espejos circulares contenidos en la boiserie que proponen un sugestivo juego visual entre palmeras y parroquianos. Las mesas con tapa de granito y logotipo incrustado, junto con las sillas de siempre, fueron minuciosamente restauradas, también las tolvas exhibidas en la vitrina.
Lo que cambió es la barra: se colocó una en el acceso, delimitando la zona de venta de café, y otra similar al fondo, próxima a las instalaciones que supieron elevar el negocio al nivel de “confitería” (en su momento fue de las pocas -junto con La Ideal, El Molino y Las Violetas- que elaboraba su propia pastelería). Famosas eran las roscas, masas secas y “finas”, el pan dulce, las cremonas y medialunas que se horneaban en esa gran cocina, completamente refuncionalizada.
Los nuevos concesionarios decidieron mantener la impronta de aquellos mozos de época vestidos con pantalón negro, faldón, camisa blanca, brazalete y moñito al cuello, capaces de recitar los ingredientes y tipos de cocción de cada plato, una especie memoriosa que escasea en el servicio contemporáneo.
Sin embargo, dice Gabriel Aspe -encargado de la gestión- esa tarea se simplificó gracias a que la propuesta se concentra en hitos de la gastronomía porteña de las décadas del setenta y ochenta. “Nos alejamos del estilo bodegonero anterior para tener una carta más acotada de diez platos fijos y cinco que rotan con pastas, platos de mar y carnes, la típica milanesa y el pollo a la plancha; pero la novedad son lo que llamamos ‘platitos’ y entradas como jamón serrano, bresaola, spianata, buñuelos de kale, tortilla de papa bien babe y con chistorra, más los fiambres también elaborados por nosotros, ejemplo, queso de cerdo, matambre, paté de ave, lomito ahumado etc. acompañados con encurtidos caseros, hechos aquí.
Los postres son cinco: arroz con leche bruleado, quesillo campero con dulce de cayote o arrope de chanar, tortilla de manzana o de peras, flan hecho con huevos de campo y panqueque de dulce de leche ahumado. Pero nos gusta -y queremos- que la gente venga a almorzar un buen sánguche de matambre que sale súper recargado, hasta le sacan fotos porque nadie lo puede creer”, y agrega que otra inclusión exitosa es el vermut 2×1 de 17 a 19, todos los días.
La revolución del café y sus nuevos modos de consumirlo no podía faltar, mucho menos el regreso de la venta al peso, en grano o molido, para máquina, filtro, prensa francesa etc., tradición de la casa. “En este momento trabajamos solo una variedad, la arábiga Brasil, que es lo más adaptado al paladar argentino. Las máquinas nuevas son italianas y diferentes de las anteriores, así que sale mucho mejor todavía; y tenemos una tostadora automática, porque compramos café verde para tostarlo, como se hacía antiguamente en el local”.
A lo largo de su historia fueron muchos los personajes que se acodaron frente a un pocillo con la ilusión de arreglar el mundo, algo que claramente ninguno pudo lograr, aunque sí se le dedicaron tangos, ensayos y poesías. José Ingenieros, Paul Groussac, Arturo Capdevilla; Rafael Obligado, Enrique Cadícamo, Jorge Luis Borges, Niní Marshall, que vivía cerca, Isidoro Blaisten; también los estudiantes del colegio Nacional Buenos Aires se refugiaron ahi, ya que la confitería quedó anclada en el entorno privilegiado de la iglesia San Ignacio de Loyola y la San Francisco, la Librería del Águila, el Museo de la Ciudad, la farmacia La Estrella y, en la vereda contraria, la casa de Josefa Ezcurra y los altos de Elorriaga, ejemplos (modificados) de la arquitectura posvirreinato, destaca Horacio Spinetto en su libro Cafés de Buenos Aires.