El reloj del Cabildo, el que da la hora oficial
La clásica imagen de los serenos anunciando la hora y el tiempo que suele evocarse en los actos escolares por la Revolución de Mayo es anacrónica: los serenos recién comenzaron con esa tarea en la década de 1830. El grito de estos hombres (por la noche) y las campanas de las iglesias (durante el día) eran las señales auditivas para definir el tiempo horario.
En 1849, durante el gobierno de Rosas, se decretó que la hora oficial en Buenos Aires sería la que marcara el reloj del Cabildo. El sistema funcionó bien, salvo en la noche del 6 de agosto de 1888 porque la lámpara que iluminaba la esfera del reloj desde su interior se quedó sin querosene y nadie podía ver qué hora marcaba.
Todavía en ese tiempo, cada ciudad manejaba su propio horario. Pero el desarrollo del ferrocarril obligó a un cambio. Ya no bastaba contar con una hora local: un medio de transporte tan preciso obligaba a que se cumplieran horarios uniformes en puntos distantes.
El impulsor de la hora oficial en todo el territorio argentino fue el intendente de Rosario, Gabriel Carrasco. Gracias a su gestión, el 25 de septiembre de 1894 se estableció como oficial el horario del meridiano del observatorio astronómico de Córdoba.
A pesar de que la unificación de la hora nacional parecía resolver los inconvenientes, hubo quienes comenzaron a ver que el sistema necesitaba ajustes porque no se adecuaba con claridad a los horarios del mundo. Por ejemplo, mientras en Londres eran exactamente las doce del mediodía, en Córdoba -y en el resto del país- faltaban casi diecisiete minutos (16 min. 48 seg.) para las ocho de la mañana.
Hubo casos aislados de pioneros de la globalización horaria.
El doctor Francesco Porro di Somenzi, astrónomo italiano que dirigía el Observatorio de La Plata, estableció en 1907 que la bola horaria del puerto platense (una bola que se encontraba ensartada en un mástil y cuya abrupta caída en hora precisa podía ser vista desde lejos), debía coordinarse con el horario del Observatorio de Greenwich, en Londres, ya que ese era el horario que habían adoptado la marina mercante y la de pasajeros.
Otro de los impulsores de un mundo bajo el mismo reloj fue el diputado nacional Eduardo Castex. En 1910 propuso que la hora argentina se adelantara casi diecisiete minutos y alineara a la de Greenwich, acomodándose en una diferencia redonda de cuatro horas. Pero Castex no logró el quórum para debatirlo y el proyecto fue archivado.
Mientras tanto, Córdoba continuaba estableciendo el horario, pero los ajustes eran siempre necesarios. Así fue cómo en 1916 nació el top telegráfico para estos menesteres. Cada mañana de los días laborales, precisamente a las 10:50, el observatorio cordobés emitía una señal de varias letras T en el sistema morse (tops, en la jerga radiotelegráfica, o bips, en nuestro sistema auditivo). La señal terminaba con un largo bip que cesaba a las 11 en punto. Así, mediante el registro sonoro del telégrafo, todos podían hacer los ajustes y calibrar relojes.
La corrección de los diecisiete minutos que había planteado Castex en 1910 resurgió mediante un decreto presidencial fechado el 25 de febrero de 1920, durante el primer mandato de Hipólito Yrigoyen. Allí se estableció que la Argentina adoptaría, desde el 1 de mayo, el sistema de husos horarios a partir del de Greenwich . Por ese motivo, a la medianoche del viernes 30 de abril de 1920 todos debían adelantar sus relojes diecisiete minutos.
Dos ejemplos de aquella curiosa noche.
Por un lado, Luis Centis Agthe, el encargado del reloj de la iglesia de San Ignacio aguardó las doce campanadas en lo alto de la torre y de inmediato desplazó la aguja del minutero hasta la posición adecuada.
Por otra parte, la Cámara de Diputados se encontraba en sesión. Llegada la medianoche se hizo un alto en el debate y cada legislador se ocupó de adelantar su reloj de bolsillo. La broma que muchos se hacían era exclamar: «¡Che, qué rápido envejeciste en este minuto!».
Pero todavía faltaba hacer un ajuste más preciso.
¿Cómo se llevó a cabo? La tarea estuvo en manos del ingeniero electricista Raúl Herzfeld, quien se valió de los tops para que, a partir de las horas subsiguientes, al menos todos los relojes oficiales unificaran la marca horaria, siguiendo la normativa.
Aquel decreto tuvo un segundo punto importante y polémico. La Argentina abandonaría el sistema de doce horas a.m. y doce p.m. Adoptaría, entonces, el de división del día en veinticuatro horas.
Si bien el adelantamiento horario pudo traer algún inconveniente en la primera mañana, el tema de cómo nombrar las horas de la tarde generó dificultades. Nadie se adaptaba. Algunas relojerías ofrecían a sus clientes cambiarles las esferas de los relojes para que, debajo de los clásicos números romanos del I al XII, figuraron los que iban del 13 al 24, pero en números arábigos. A nuestros abuelos de hace cien años les complicaba tanto el asunto, que era habitual escucharlas preguntar: «¿Tal reunión es a las quince? ¿Esa qué hora vendría a ser?» Para evitar confusiones, las carteleras de teatro y cine anunciaban las obras con el nuevo horario y, en paréntesis, el antiguo.
Con la buena intención de hacer un aporte y obtener una ganancia, el inventor Eduardo Diratznian patentó en la Argentina un reloj con cuatro agujas: la de segundos, la de minutos, la de las horas de la mañana y la cuarta para las horas de la tarde. En la esfera de su novedoso reloj se veían las primeras doce horas distribuidas de la clásica manera. Pero las horas de la tarde se repartían de una forma extraña. Por ejemplo, las 13 estaban entre las IX y las X. Su reloj de cuatro agujas solo sumó confusión.
Resumiendo: más allá de los curiosos detalles, la adaptación al sistema de husos horarios fue inmediata y simple, a diferencia de la compleja designación de las horas de la tarde. Como no podía ser de otra manera, el paso del tiempo fue inculcando el novedoso orden.
El 1 de mayo de 1920 fue el día más corto de la historia argentina. Pero no así el año, ya que fue bisiesto.