Apogeo y ocaso del tranvía eléctrico en Buenos Aires

Si uno camina una tarde de domingo por el barrio de Caballito es posible que se cruce con una visión de otro tiempo: un tranvía que funciona aún en pandemia. Se trata de una línea histórica, que recorre apenas dos kilómetros con varios coches que sobrevivieron hasta nuestros tiempos.

El tranvía comenzó a correr por las calles de Buenos Aires el 10 de Julio de 1863. Se trataba de una pequeña línea que conectaba la Plaza de Mayo con la estación del Ferrocarril Norte, en Retiro.

La terminal se encontraba en la esquina de la calle Rivadavia y la Avenida Alem (cerca de donde está el monumento a Juan de Garay) y recorría un kilómetro y medio. Una nota de color es que, como todo nuevo avance tecnológico, existieron detractores. Quedó registrado que, en las últimas horas del primer día de funcionamiento, alguien colocó una piedra en las vías causando un descarrilamiento.

Estos primeros experimentos vieron al tranvía funcionando meramente como un subsidiario del ferrocarril. Su objetivo era solo el de llevar más gente a las terminales, pero para el final de la década comenzó el desarrollo del tranvía como un verdadero sistema de transporte público.

En 1869 se fundaron las compañías “Ciudad de Buenos Aires” y “Central” y ambas comenzaron a prestar sus servicios al año siguiente.

A partir de ese momento, fueron apareciendo empresas como la Anglo-Argentina, Belgrano y La Boca, con una red que fue creciendo a ritmo acelerado. Para 1890 ya existían 12 empresas dedicadas a prestar servicio en unos 405 kilómetros de vías.

Las últimas décadas del siglo XIX produjeron un crecimiento espectacular de los avances tecnológicos. Uno de los más importantes fue la electricidad que abrió nuevas posibilidades para las ciudades: telégrafos, teléfonos, iluminación y sistemas de transporte públicos.

No faltaron detractores. Algunos, llenos de miedo y reticencia, creían que la nueva tecnología era peligrosa: imaginaban cables cayendo del cielo y fulminando a pobres transeúntes con descargas mortales.

Otros se oponían por fines económicos. Las principales damnificadas eran las empresas con grandes flotas; pero también muchos trabajadores (vendedores y cuidadores de caballos, dueños de establos y veterinarios) veían amenazado su sostén de vida.

Del otro lado estaban quienes apoyaban a la electricidad. Las ventajas que pregonaba hacían que las pocas desventajas reales parecieran un asunto casi insignificante.

Desde el punto de vista económico, la electricidad era imbatible. Los nuevos tranvías no solo podrían cargar más gente con mayor facilidad, sino que también permitirían viajar más rápido. Más pasajeros y mayor velocidad significaban más viajes en el mismo periodo de tiempo. Todo eso redundaría en mayores ganancias para las empresas y boletos más baratos para los pasajeros.

Otro punto a favor de la electricidad era el aspecto humanitario. Al dejar de usar caballos se terminaba con el calvario de los pobres animales. A diferencia de otros países, a donde el costo de los caballos era alto, en Argentina era más económico hacer trabajar a los animales sin pausa y reemplazarlo cuando este dejaba de ser útil. En Europa, era común que un caballo pudiera trabajar nueve años antes de su retiro. En nuestro país apenas alcanzaban a los dos años y terminaban en un estado lamentable.

Otro argumento era el higiénico, una de las mayores preocupaciones de la época. Se esgrimía que los desechos de los caballos no solo afeaban el paisaje, sino que atentaba contra la salud pública.

Era obvio que el cambio era deseable y necesario. Durante años varios intentaron instalar el nuevo sistema pero uno tras otro chocaron contra la oposición del “malo” de esta película: la “Compañía del Tranvía Buenos Aires y Belgrano” que constantemente boicoteaba cualquier avance.

Es tentador pensar que esto es algo propio de nuestro país, pero es importante señalar que este tipo de oposición se registró en todo el mundo. El primer tranvía tirado por cable (un sistema popular antes de la llegada de la electricidad) se inauguró en San Francisco en 1873 y recién se adoptó en Nueva York en 1885. El motivo de este retraso: la presión de las empresas de tracción a sangre.

Carlos Bright, oriundo de Ohio, Estados Unidos, no era un extraño en la escena eléctrica de Argentina. Cuando detectó la necesidad (y la oportunidad) de traer la electricidad al tranvía, ya había trabajado para varios proyectos eléctricos en el país. En abril de 1896 propuso construir un tranvía que conectase el centro con el barrio de Belgrano.

El proyecto alertó a la compañía “Buenos Aires y Belgrano” que vio en Bright un oponente peligroso. La empresa lanzó inmediatamente un pedido de concesión para un trayecto muy similar al que había conseguido Bright. La idea, tal como denunció la Revista Técnica, era la de crear un pedido que generara un conflicto y así retrasar todo el proceso, frenando el cambio tecnológico.

Los contactos entre la empresa y algunas autoridades municipales eran claros. Mientras que otras compañías veían plazos de hasta seis meses para que se trataran sus pedidos, la de “Buenos Aires y Belgrano” consiguió un proceso aceleradísimo que se redujo a sólo 15 días.

Resultaba irónico ver cómo la empresa, que años antes había aducido sus pobres ganancias como excusa para no hacer un cambio a la electricidad, se mostraba lista tan pronto para lanzar un proyecto que requería un fuerte desembolso.

Para colmo, su pedido exigía a la Municipalidad que obligara a Bright a compartir el uso de las vías que este estaba tendiendo y demandaba una concesión de por vida.

Mientras que la competencia intentaba detener sus esfuerzos, Bright, convencido de su trabajo, decidió seguir el camino más peligroso para sus finanzas personales pero el más proclive al éxito. Para lograr convencer a la Municipalidad aceptó construir una línea de prueba que corriera un kilómetro entre Las Heras y Scalabrini Ortiz, doblando por Santa Fe hasta llegar a los Portones de Palermo (Plaza Italia). Para ello, fue necesario tender nuevos rieles, ya que el peso de los carros sería el doble, y construir una usina temporal en la Avenida Las Heras.

La prensa especializada denunció a la Municipalidad por su accionar. Pedir una línea de pruebas cuando ya el mundo contaba con miles de kilómetros de tranvías eléctricos era un disparate. Pero Bright continuó adelante.

El 22 de abril de 1897 salió el primer tranvía cargado de funcionarios. Estos nuevos carros eléctricos podían transportar al doble de pasajeros en la mitad del tiempo. Los tres meses pasaron y la prueba fue un éxito rotundo, testimonio de la calidad de materiales y el esfuerzo puesto para que todo saliera perfecto. A partir de ese momento quedó claro que el futuro era eléctrico.

El desarrollo del nuevo sistema fue meteórico. Tras los pasos de Bright llegó la empresa “La Capital”, que lanzó, ese mismo año, un servicio que conectaba los barrios de Flores y Caballito hasta la intersección de las avenidas Entre Ríos y San Juan. Al año siguiente, en 1898, habían extendido su línea hasta Plaza de Mayo.

Los servicios de Bright pronto pudieron expandirse: de su pequeña línea de pruebas, hasta conectar el centro de la ciudad con Belgrano. Esta línea fue un enorme motor de desarrollo para la zona norte. Su recorrido cruzaba una gran cantidad de barrios en desarrollo, que hasta ese momento no estaban bien conectados con el resto de la ciudad. Además, este era el camino más rápido para llegar a los hipódromos de Belgrano y Palermo, lo que llenó los carros de entusiastas apostadores.

Pero no todo fue color de rosas. Un dato interesante es que la entrada en servicio de unidades más rápidas causó que aumentaran los accidentes: peatones atropellados, choques con otros vehículos y descarrilamientos. La prensa de la época achacó estos problemas a la falta de entrenamiento de los choferes. Con un crecimiento sustancial del número de unidades en funcionamiento fue necesario contratar a más conductores, lo que muchas veces salían al servicio con poca o ninguna experiencia.

Ya en 1899 comenzaron a aparecer las unidades equipadas con miriñaques salvavidas. Estos aseguraban que si un peatón era atropellado este no terminara bajo las ruedas del tranvía, al mismo tiempo que la fuerza del impacto aplicaba los frenos automáticamente.

A pesar de estos contratiempos, el entusiasmo eléctrico no se detuvo. Una tras otra comenzaron a pedirse nuevas concesiones para crear líneas eléctricas. La competencia, que aún utilizaba tracción a sangre, pronto se vio en franca desventaja y se vieron obligados a reconvertirse. Incluso la poderosa empresa “Buenos Aires y Belgrano”, que le había hecho la vida imposible a Bright, tuvo que admitir la derrota y aceptar la electricidad.

Para 1903, según la Memoria Municipal, el sistema eléctrico contaba con 257 kilómetros de vías y el de tracción a sangre con 221 kilómetros (de los cuales 187 estaban por ser convertidos). Solo cinco años más tarde se alcanzaba la electrificación total de las líneas de tranvía. Buenos Aires quedaba a la misma altura de las principales ciudades de Estados Unidos y Europa.

La red tranvías eléctricos de Buenos Aires sirvió durante 65 años a la ciudad. En diciembre de 1962 se fijó la fecha final para que los tranvías dejaran de circular por sus calles. El Gobierno los declaró obsoletos y un medio de transporte deficitario.

Fue así como ocurrió una de las mayores tragedias urbanas de nuestra historia. Hoy en día apenas quedan algunos recuerdos de su andar: las vías silenciosas que sobresalen en el asfalto o los adoquines, los ganchos para los cables en las paredes de los edificios y las líneas de subte, que a fin de cuentas, son tranvías que corren debajo de la tierra.

Queda esperar que alguna vez vuelvan a Buenos Aires, mientras tanto podemos pasar por Caballito, un fin de semana, para ver desfilar a las unidades por unos pocos kilómetros y recordar que alguna vez el tranvía reinó en Buenos Aires.

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